domingo, 19 de noviembre de 2017

Corazón de neón


Larga es la noche de los silencios
Aquí sus siglos de humedad lo engullen todo.
Toco mi cabeza con sombrero de deseos
Y el cuerpo lo llevo al pelo.

Del otoño, el frío no me alcanza,
Mis huesos no conocen su crujir
Salgo en busca de un corazón
Para dividir la madrugada entre dos.

Las aceras y calles conservan el agua aún.
Alguna retrasada gota cae en el ala del tocado,
En tanto mi cuerpo va seco,
Busca abrevar en las fantasías de los infieles.

Nadie mira la piel que me cubre:
Sus moretones, estrías y arrugas;
A nadie le importan mis carnes
Siquiera a los huesos que las sustentan.

Desemboco como durazno maduro en la ancha avenida:
Rápidas luces en doble vía.
La misma humedad precedente
Y  bombillas moribundas.

Las luces de neón me hacen guiños:
Azul, rojo, naranja, verde, violeta.
Todas en una absurda competencia
Por el haz inquieto de mis pupilas.

Una que otra sombra que viene
Otra que va, alguna que roza
Y eriza mi vestido de piel
Ése que por instantes revolotea al toque de la brisa.

Luces aquí, luces allá,
Todas iguales.
Inquietantes, juguetonas, vivaces.
Todas anuncian o venden algo:

Comida rápida, medicina,
Conciertos de rock, estrenos de películas,
Sexo xpress, al detalle y completo;
Mas ninguna ofrece amor.

Y este cuerpo tiene hambre de amar,
Salió en busca de un corazón de neón
De una oferta atractiva
Rica en colores y destellos, capaz de convencer.

Una propuesta que desvista  la piel,
Acaricie el alma y bese cada músculo
Cada tendón, cada cartílago
De un cuerpo en carne viva.

Que la oferta incluya, gratis,
La brisa que haga volar  calle abajo el sombrero
Y así regresar toda vestida de amores,
Talismán contra el mal tiempo de la fría noche.


Poema de Patricia Báez Martínez. Prohibida su reproducción.



sábado, 18 de noviembre de 2017

Memorias de un vaso foam

(Cuento de la autoría de Patricia Báez Martínez que será incluido en su libro 'Burbujas en el tiempo').

Estoy aquí
Uno entre tantos
En espera de las nerviosas manos que me rescaten
Que me sacien con el dulzor
De la boca que se asome al borde
Y me afluya, trago a trago, sorbo a sorbo
Y me muerda, desprevenidamente, sin pensarlo siquiera,
Y grabe sus huellas en mi canto, como chupones.


Continúo aquí, en espera de los ojos que dediquen una mirada
-primero escrutadora y luego decepcionada- a mi túnel cónico.
De las manos que me lancen al asfalto de la Duarte con París o la París con Duarte –anyway-,
del agua lluvia cargada de partículas tóxicas que me obligue a correr
cuneta abajo, a veces rezagado en una esquina,
otras detenido por un montículo de cartones de jugo, fundas de galletitas y arena con escupitajos, hasta caer en el abismo o lo que queda de él,
deslizarme antes en su cascada y caer girando como la flor del roble.
Allí dentro el sonido del agua es ensordecedor.
En un rápido vértigo me deslizo por la oscura cañería.
A veces un rayo de luz que se cuela por el hueco de otro abismo
que dejó de serlo desde el momento mismo de mi caída en desgracia.
Voy más que corriendo, el agua y su fuerza expansiva me llevan a millón.
Transcurren minutos, quizás horas, que parecen interminables en ese asqueroso y oscuro túnel. Al fin una pequeña luz que se va agrandando en la medida en que el agua me empuja.

¡¡¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!!!

Soy lanzado a una superficie azul y amplísima no sin que antes la presión y fuerza del agua que me traía me zambullan, pero emerjo, y me doy cuenta de que no sucumbí, porque estoy destinado a emerger, a resistir.
Floto, planeo el agua, que es salada, y el candente sol me plancha contra ella.
Después de esos besos, de esos sorbos, del vahído del abandono, estoy a la deriva
en una inmensidad que desconozco y desconsuela.
Algo me pica el trasero y se aparta, vuelve y me lo pica y se aparta. ¿Qué es?
Mientras, una sombra planea en redondo sobre mí y, de repente, se lanza en picada
Viene hacia mí, me atravesará con esa puya evidentemente asesina.

¡¡¡Aaaaaaaaaaaaaaaaayyyyyyyyyyy!!!

¡Plash!

El agua salta sobre mí, me zambulle, emerjo y me lleva para allá y para acá y de aquí para allá.
Me mareo, pero puedo ver que la cosa grande lleva algo aprisionado en la puya asesina
Y ese algo brilla a la luz del sol y se mueve oscilante queriendo zafarse de la puya en cada oscilación.
Todo ha sido muy rápido, apenas lo puedo comprender.
Sigo a la deriva y me encuentro frente a frente con alguien
que se autopresenta y dice llamarse ‘Doña Hez’.
Mirándome por encima de los hombros (tiene sus motivos para presumir, pues como me narró, ella tiene su origen en la máquina más perfecta, la Superian, la cual inventó la máquina que me creó a mi), insufla aire y me explica que estamos en la mar y que ambos somos desechos de los Superiores, solo que yo soy de los peores porque no me degrado (todo un contrasentido ¿No?).
Mientras, se pavonea de un lado a otro porque –como dice ella-  es una basura bioló…
No termina bien de decir la frase y una boca dentada se abre desde el agua y la engulle.
Adiós, Doña Hez”, atino a decir con el hilo de voz que aún conservo sin proponérmelo.
El sol ahora quiere morir, veo sombras negras que surcan la otra mar de un extremo a otro rompiendo la monotonía y el leve sonido del agua que me sustenta, mientras yo sigo a la deriva, no puedo hacer nada, porque nada depende de mi voluntad.
Me duermo no sé por cuánto tiempo, y un golpe seco en el borde me despierta.
Perdón, debí quedarme dormido”, le digo a la chata que ni atención me pone, absorta en sus jipidos.
Esta dice llamarse ‘Chancleta’ (a secas, no tiene título nobiliario) y no para de llorar.
Me cuenta que tiene una hermana gemela y que su madre pensaba hacer un viaje en yola a otra isla, pero que fue lanzada a las aguas.
En el forcejeo perdió a su hermana y a la madre, ambas a la vez.
Dice que es muy joven, que la adquirieron precisamente para el viaje, que tiene toda una vida por delante, pues aún no tiene un pincho atravesado en la banda para funcionar, pero que sin su hermana gemela no vale nada, que terminará -con la mejor de las suertes- fundida y convertida en neumático.
La invito a que flotemos juntos, a lo que de manera automática dice sí entusiasmada
como si hubiese estado llorando solo para llamar mi atención.

Vivimos la noche a la deriva
En la inmensidad atravesada por la claridad lunar
Saltando de ola en ola
Confiando nuestros sueños truncos a las estrellas,
Únicas confidentes de los náufragos.
El otro océano empieza a metamorfosearse
De negro se va difuminando a gris
Por un extremo se tiñe de un rojo intenso
Como las cerezas que antes saciaron mi ser
En los tiempos de los labios, los sorbos y los chupones.

“Va a amanecer”, dice Chancleta sin que le pregunte y rompiendo un silencio ritual que se impuso entre ambos sin acuerdo previo.
Estamos mudos ante la presencia inagotable y mutable de la naturaleza ignorada.
Llegan los destellos de luces anaranjadas, luego las amarillas, y con ellas el calor.
A estas horas ayer estaba en la esquina de una intersección:
Los bocinazos desesperados, el intermitente sonido del guayahielo del frío-friero:
“Oyeeee. Lo tengo de frambuesa, chinola, limón, jagua…”
El “parque-Marión-universidad”, de unos tígueres enganchados en rectángulos rodantes.
El murmullo de abejón que se consolida a retazos de cientos de voces que tratan de sobrevivir al silencio que impone el hambre.
Allí estuve yo, pero hoy estoy aquí, a la deriva y con una marca que delata mi pecado.
El agua nos lleva y nos trae, no podemos hacerle resistencia.
Nuestra única voluntad posible, es mantenernos unidos.
Veo a un grupo y me voy acercando, hablan entre ellos, parecen planear algo.
Yo quiero llegar a la orilla, porque sé que allí me recogerán y tendré la oportunidad de otra vida”, vaticina una botellita de agua abollada.
Yo quiero seguir flotando y llegar hasta Miami, en esta isla la cosa está muy dura”, dice una destemplada funda plástica llamada ‘Gracias por su compra’.
Jeg ønsker å gå tilbake til Norge, sikkert er min femledede mester ute etter at vi skal fiske sammen…”, habla sin ser entendida una bota nórdica de voz ronca y envejecida que es rápidamente interrumpida.
Yo quiero llegar a la orilla, estoy segura que algún indigente me necesita para entrarme en su saco de corotos”, gritaba por encima de todos un plato plástico que más tarde me contó que terminó en la mar porque el río entró a la casa de su dueña y se llevó de un solo golpe de agua la casita. No sabe qué ocurrió con ella, sólo recuerda sus ahogados gritos de auxilio en medio de la noche y la anchura del río. “Tanto que se la daba y no sabía boyar”.
Bueno, a mí me da igual porque yo no tengo quién me extrañe, era parte de un gran árbol y de tantos choques contra los arrecifes fui reducido a un palito seco y descortezado. Me da lo mismo quedarme aquí, solo o en esta isla artificial que hemos formado, o terminar en la orilla, hasta que un viejo pescador me recoja y me eche a una hoguera que le cocinará un locrio de pica-pica a orillas de la playa”.
Un momento, compañeros y compañeras, no deben olvidar que en la unidad está la fuerza, debemos continuar así como estamos: Unidos, y formar una gran unidad, una gran confederación de basura, no importa nuestro origen y el motivo que nos trajo hasta aquí, lo importante es la fuerza que nos mantiene unidos y determinar nuestro objetivo, que debe ser la existencia libre y soberana, el autogobierno, la conformación de otro territorio en base a los desperdicios de aquellos que dicen ser Superiores, que nos usan y nos lanzan, porque al crearnos se autoproclaman dueños de nuestros destinos. Mientras más grandes seamos, menos mar tendrán ellos…”
“Siiiiiiiiií”, algunos corean.
…también menos comida, porque los peces morirán atrapados y contaminados por nuestras compañeras las latas. Y lo más importante: Los de las guayaberas rameadas y las cámaras dejarán de venir a estas playas porque sus cortantes proas no podrán quebrantarnos como hasta ahora lo han hecho de una forma arrogante y prepotente, nos  atascaremos en los motores y los ahuyentaremos,  entonces viviremos tranquilos, como amos y señores de esta vasta superficie que ellos ignoran y solo utilizan para deshacerse de nosotros”.

Unos síes no convincentes y unos puños levantados, obtuvo el discurso de la líder ‘Lata de soda’.

Un compañero se acercó a mí y me contaba su travesía cuando una gran ola reaccionaria nos atrapó a todos conspirando y nos zambulló, la fuerza de la ola me empujó a la orilla. Ya no vi más ni a ‘Chancleta’ ni a ‘Plato Plástico’. Olas menores me siguieron sacando a la orilla sin poder evitarlo. Era el naufragio del naufragio. Los rayos de luz eran intensos pero podía ver la arena, rocas y montones de compañeras y compañeros que esperaban en la playa por su destino final.
Pasé horas en un constante vaivén de olas hasta que al fin éstas me escupieron y quedé rezagado en la arena, mareado, aturdido. La brisa me fue secando y arrastrando. Estaba más magullado que cuando me lanzaron a la cuneta. Si antes culpaba de mi mala suerte a quien me lanzó al asfalto, ahora ¿A quién culparía de los nuevos daños? ¿Qué juez me escucharía?
Ven, arrímate a nosotros, no temas, que si te acercas mucho a la orilla terminarás naufragando de nuevo. Aquí estamos a salvo”, me dijo un vaso plástico a quien un Superior le clavó los dientes y tiró, causándole un desgarro de principio a fin que lo inutilizó para siempre. Había una gran multitud, casi llenábamos toda la playa, parecíamos el público de un concierto de Pink Floyd en Latinoamérica.
Yo sé que voy a estar aquí (mira con cierto aire de superioridad) solo hasta mañana, porque alguien vendrá a recogerme. Todavía soy útil”, decía una botellita de agua saboreando con regusto su última palabra.
Una risa sarcástica soltó el plástico de lo que una década atrás fue un obsoleto radio, que con un lenguaje mordaz le espetó: “Cualquiera cree que es en una limosina que te van a recoger, muchacha, aterriza que es en un camión; te van a meter en un saco, y tardarás días allí encerrada, hasta que llegues a una fábrica donde te clasificarán. Si llegas sin abolladura ni rasguño, te reusarán, pero si llegas con daños, que es lo más probable, te van a dar candela hasta perder tu curvilínea figura y terminarás siendo cualquier cosa, menos lo que hoy pregonas ser”.
Me fui alejando del barrullo, así como la tarde fue cayendo y la brisa me iba secando. A veces algún Superior quería bajar a la playita a ver la mar, pero cuando nos veía allí congregados se atemorizaba y daba media vuelta y se iba, se aterraba como si nosotros tuviésemos poder, el poder de devorarlo. ¡Ahhhhh! Si supieran que aún después de lanzarnos seguimos dependiendo de ellos para nuestro destino final.

Se me escapa un suspiro de resignación sin poder evitarlo y, de repente, algo me arropa, me oprime, siento asfixiarme, me lanzan contra una pila de maderos y palos secos, me apiñan en el centro junto a otros compañeros de plástico, lanzan un líquido hediondo sobre todos nosotros y unas manos tratan de encender fuego muy cerca. Podemos ver el primer intento frustrado y suspiramos en medio de inútiles gritos de auxilio, vuelven a intentarlo, pero la brisa vuelva a actuar a nuestro favor. Un tercer intento ¿Será la vencida? Es hora de despedirme de este mundo, de mi corta existencia. Cierro los ojos y me dejo llevar. Oigo los gritos desesperados de los compañeros, la luz y el calor se expanden y me doy cuenta de que fue la vencida, una lengua de fuego me alcanza y comienza a devorarme, me encojo, hago burbujitas de poliuretano, crujen los maderos y los palos secos debajo de nosotros, un golpe de brisa da más bríos a las llamas, el fuego ahora me cubre todo, me derrito candente, me vuelvo negro, peligrosamente burbujeante, me adhiero a los maderos y palos secos y los obligo a quemarse y a hacer combustión de la misma forma que a mí me obligaron a quemarme y a hacer combustión, y así yo también me convierto en Superior, pues estoy haciendo daño a otros. Sí, esa fue mi transformación: De víctima a victimario. 

lunes, 13 de noviembre de 2017

Colmado El mismo hombre

Desperté la vez primera, sonaba en el equipo de música  esa bachata de Anthony Santos que a veces repiten en el día cuando el grupo de hombres habitual juega dominó. Fui a tientas al baño y oriné, no hallé el papel de baño, y no quise encender la luz para no ahuyentar a las ánimas de los sueños. ¿Dónde está el papel de baño? ¡Carajo! Me negaba a secarme con la franela de él que tenía puesta a modo de bata y que llegaba oronda y segura hasta mi sexo. Decidí -a regaña dientes- que la humedad se diluyera por sí misma, y me lancé otra vez a la cama con la intención de continuar el placentero sueño en el mismo punto donde lo había dejado. Traté en vano de adivinar la hora, quizá las once. El cálculo buscaba justificar la música del colmado y el murmullo de la gente que allí imaginaba tomando cervezas y tragos calientes de diferentes marcas, cuyas estridencias me aguijoneaban en capicúa: el sueño y el espíritu.

Estaba en Pimentel y subía las escaleras que llevan al club Pimentel Inc., siempre sobre sus legendarios pilotillos; dentro no había nada ni nadie, solo yo; faltaba la cantina, la mesa de billar y las sillas y mesas, era solo un salón rectangular en el que en unas tablas sostenidas por palometas, mi padre tenía algunos de sus equipos y materiales para ejercer modestamente la medicina que siempre ejerció en ese olvidado pueblo del Noreste, pero todo en un orden pulcro, como lo fue cuando lo hacía. Yo revisaba entre sus cosas: jeringas, guantes de látex, estetoscopio… y estando parada allí con las narices en sus cosas, escuché la voz gagosa de ella a mis espaldas. Hablamos algunas cosas inicialmente sin importancia que desembocaron en el piso del club que no era como siempre fue, de madera pulida, sino que estaba hecho de troncos a forma de balsa, los cuales hacían difícil el navegar sobre él. Al final tomé sus manos y la miré a sus rasgados ojos que se quieren siempre perder en sus mejillas amelonadas, y con una ternura hacia ella que nunca he experimentado, le dije: “Pero lo extraño es que me has dicho antes que hay un doble piso”, mientras que al decir la frase la imagen de un piso de mosaicos con rombos se transfiguraba debajo de aquellos troncos que nos sostenían a nosotras. Ella me lo confirmó con su voz y movimientos de cabeza, mientras agarradas de las manos salíamos del local hacia la calle Mella, que estaba al polvo vivo, como lo fueron por siglos las calles de ese Barberito lejano.

Otra vez,  aquello que para mí era el ruido de la música y para mi vecina y sus amigas el alcaloide que las hacía chillar, se combinaba con el deseo de orinar. Esta vez se escucha a El Poeta de la bachata:

Porque un viejo amor
No es tan solo una aventura
Son dos personas seguras
Que deciden continuar
Porque saben que aunque quieran
No se podrán olvidar.

“No se podrán olvidar”, esa frase en voz de un hombre que habla en nombre de una mujer muda horadaba mi alma como un feminicida me hubiese clavado sin piedad un puñal en el tórax, mientras iba ya saltando de la cama como un resorte al que se le deja de aplicar presión. Llegué por segunda vez al baño, y otra vez me negué a encender la luz, deseaba dormir más, pero también creía haber dormido suficiente como para irme a la cocina, poner un café y sentarme a leer o escribir. Mi vejiga comenzó gustosa a hacer espacio. Mientras ese placer tan básico me satisfacía, la música del colmado y los chillidos me seguían taladrando. ¡Cómo saldremos de la situación social en que nos encontramos con gente que se conforma con tan poco para perder su tiempo: Música y bebida en un colmado, mientras unas mujeres merodean en son de búsqueda. No hay papel de baño (lo había olvidado) e ir a la despensa implicaba encender luces y despabilarme. Tomé el ruedo de la franela con la derecha y le robé al sexo la humedad volviendo a lanzarme a la cama decidida a no dejarme vencer por los clientes del colmado. Esa vez me escurrí debajo de la colcha, imaginé que pronto la temperatura descendería más y el frío me molestaría y no permitiría -"bajo ningún concepto"- que nada ni nadie, además del colmado El mismo hombre y sus satélites humanoides, se interpusiera entre el sueño y yo. 

Intenté una reconciliación onírica sin ir a fiscalías. Pero no, daba vueltas y reconocía que se me vuelve atractivo desvelar, hacer café y sentarme a producir mientras otros pierden el tiempo, ésos y ésas que no le hayan sentido a mi vida, que se preguntan si no tengo gusto por ella, sin imaginar el placer que produce leer a la luz de la lámpara o dejar que la hormiga de la creación recorra el cuerpo, -como la sentí inquieta e inquietante- esta madrugada en la cama. Tengo tantos deseos y temas para escribir. Volví a lanzarme de la cama, esta vez sin pasar por el baño, y caminé hacia la cocina. Encendí una de las luces y empecé a lavar la greca, a quitarle el recuerdo de una tarde en la que colé para tres. 

Volví a Pimentel. "Si quisiera probar de nuevo mi mala suerte con los números es cuestión de combinar la serie del pueblo, que es 57, el 04 o el 44 por el piso o el doble piso, y el 27 que es mi fecha de nacimiento. También puede ser el terminar de la cédula de papi, que es 77. ¡Una tripleta 57-44-77! Pero no, son todos números muy altos, aunque pensándolo bien la suerte muchas veces se encampana como una chichigua en Cuaresma. También puede ser 57-44-13, la fecha de nacimiento de él". Ya no me entusiasmo, he perdido lo que considero mucho dinero en el último mes tratando de probarme y probar que mis sueños tienen sentido numerológico, pero solo he logrado acumular unos bouchers de banca de lotería de apuesta que la chica de la cara amelonada me da a modo de prueba y garantía, que avergüenzan mi CI. 

Mientras divagaba en esas nimiedades de la vida al detalle, puse el café y leche a calentar, también. La música de bar de mala muerte seguía en sus buenas y también los chillidos, encendí la luz de la lámpara al tiempo que hacía tinmarín de dos pingüés entre leer y escribir. En ese instante, escuché la puerta corrediza del colmado descender y sentí alivio abrigado en unas débiles esperanzas. El café subió rápido y la leche –no estaba tan caliente como hubiese querido, pero había perdido el frío del refrigerador así como yo había perdido el sueño-. Hice la mezcla, un poco de azúcar prieta, removí y cuando tuve el líquido caliente en la derecha, me digné a mirar la hora: ¡Dos de la madrugada! Sentí un vahído, pues apenas ella empezaba: me había precipitado. No era que el colmado había estado abierto hasta muy tarde de la madrugada, sino que yo creía que había dormido mucho y esto me hacía corresponsable de mi desvelo. Me fui al sofá tomando la laptop con la izquierda mientras trataba de decidir si continuaba la crítica literaria o dejaba escapar  a la negra por la nocturnidad de una inspiración forzada.   Empecé a escribir precisamente estas líneas maltrechas. Al rato me sentía en paz pese al bullicio y la algarabía de la esquina -que no cesaban aunque las puertas del comercio habían bajado- cuando el bebé de un año de la vecina despertó y empezó a llorar, primero leve, luego más fuerte, y más tarde leve y desgarrador por el cansancio que sin proponérselo dejaba incluir en su llanto. Desde la esquina, ella no podía escucharlo y gritarle que se callara. Yo, en  medio de las vidas que desde ya marcan su desencuentro.

Creía que lo había vivido todo esa madrugada, cuando la polilla que antes estuvo en la esquina se mudó a la oscuridad del frente de la casa de mi vecina, la que regresó para estar cerca del hijo. "Por fin dejó de llorar". Yo había ya terminado aquello que creía un cuento y dejé la computadora, mientras ellos hablaban como si fueran las ocho de la noche, es decir, como si nada, normal, ellas con su timbre femenil agudo y un hombre que ignoro quién es, igual que ignoraba la identidad de las acompañantes de mi vecina, con una voz ronca –quizá por el ron-, pero ahuecada. Me levanté del sofá y fui a la despensa por un rollo de papel de baño (el dominicano siempre pone el candado después que le roban, por eso se embarra la vida… también las manos -le añadí al refrán popular-), pero antes de volver a acurrucarme en la cama apagué la luz del frente de la casa porque sin bombilla no hay polilla.

jueves, 9 de noviembre de 2017

Las máscaras seductoras de Alcántara Almánzar

En el libro de cuentos ‘Las máscaras de la seducción’, el laureado[1] escritor dominicano José Alcántara Almánzar coloca sobre su rostro doce antifaces con los que seduce al lector o lectora en una sola jornada de un carnaval que no conoce las fronteras del tiempo. Sin presentación, porque un buen disfraz no la requiere, en ‘La reina y el secreto’, el cuentista nos sumerge en un laberinto de ficción mágica del cual ni el lector más aguzado intuye su final. Éste es un “hermoso cuento, aparentemente apoyado en la ficción, que describe un mal social real contra el cual la nacionalidad, la edad y la clase social de los personajes se diluyen, convirtiéndose así en un cuento que trasciende las fronteras locales; es regionalista, a la vez mundial, sin rayar –aunque aborda el tema del abuso sexual- en el feminismo, sus slóganes y reivindicaciones”, así escribí de mi puño y letra al final de ese cuento. Con ‘Lulú y la metamorfosis’, el sociólogo se sumerge en la piel de la mujer transexual, en sus luchas cotidianas para subsistir y para darse a reconocer como mujer en una sociedad que satiriza y violenta su derecho a una preferencia sexual diferente. En este cuento tanto el tiempo como la narración se dividen en dos caminos diferentes para abrazarse en un final en el que el pesimismo nos hace presentir un final fatal para Lulú.

La humillación’ entrecruza magistralmente la narración de tres personas: Primera (el escritor que narra el cuento desde la perspectiva exterior), ella (Dolorita) y él (Tony), quien la narra desde dentro, desde las entrañas del enemigo. Un cuento que nos habla de la lucha de la mujer por superarse en una sociedad machista y violenta en la que la mujer/niña es un objeto sexual mercadeable, y ella lo asimila, al punto de dejarse llevar –corriente abajo- por el mundo de la prostitución. Grande es la sorpresa, cuando el lector o lectura descubre que el nombre del prostíbulo del cuento coincide con la situación de Tony en la historia de su vida. Este descubrimiento solo sucede al final del cuento y nos podemos dar cuenta que el escritor ha seleccionado con esmero ese nombre como la carnada principal del cuento. Las carnadas son esas oraciones que dicen sin decir, que no parecen tener significado dentro del conglomerado de párrafos, sin embargo, llega un momento en el que adquieren todo el significado del cuento mismo anegando los sentidos del lector.

En ‘Desarmar un rostro’, un cuento brevísimo, Alcántara Almánzar nos muestra a una mujer que se resiste a envejecer. Y más que un cuento, es una narración breve de índole jocosa muy bien lograda. ‘La boda’ es también otra narración breve que nos enrostra una realidad de la sociedad moderna: los escasos matrimonios que se producen, muchos de ellos cuando ya se espera una criatura, pero sobre todo nos habla de las pompas de algunas bodas de ricos –solo para llenar requisitos y apariencias- cuando las hijas ya son veteranas en el arte del Kamasutra. En ‘Viajeros’, una tiene la impresión de que se trata de un cuento biográfico narrado en primera persona, en el que una pareja de esposos embarazada viaja al Haití de “Baby Doc” de vacaciones, pero aprovecha para llevar un subversivo encargo cosido a la falda de Martha, el cual convierte a las vacaciones en una romántica y peligrosa persecución en un país acuchillado por la violencia y del que conocen poco pese a dominar el francés. Y ‘La oficiante’ nos presenta a Toñita, una dominicana adulta, morena, gorda, santera y emperrada de Magino. Ella vive en un rancho de una cuartería agobiada por la miseria y los ratones. Toñita no será muy agraciada físicamente, pero tiene su 'melao' en la cama con el que mantiene a  Magino como abeja tras el néctar de las flores, hombre que no teme a quedar amarrado por el falo, mas sí por los santos.

Seguimos en el barrio con ‘El muertico’, un cuento que nos narra la historia de Pablito, un pequeño niño que vivía en una cuartería de una barriada capitalina y quien murió a destiempo de tanta falta de atención alimenticia y de salud, pero más que la historia de Pablito, este cuento narra cómo es el pobre dominicano que abandonó el campo y se instaló en la Capital creando los llamados cinturones de pobreza que hoy tienen la dimensión metafórica de fajas reductoras. Se trata de la miseria, de la lucha diaria, la solidaridad relativa de los pobres, las supersticiones arrastradas desde tiempos inmemoriales, el deseo y acoso sexual consuetudinarios, de los burdeles y su dinámica rumbera que viven en la barriada y de la barriada como un cáncer que se alimenta de niñas y mujeres jóvenes, y de la convivencia natural con la muerte a la que se ha habituado el dominicano de los estratos más bajos, a quien a diario se le confunde la vida con la muerte producto del constante desafío de sobrevivir.

De los barrios, José Alcántara Almánzar nos lleva a los sectores exclusivos de la clase media alta local, allí donde viven los banqueros, empresarios, escasos médicos, chapeadoras costosas, nunca un profesor -a menos que sea un exitoso profesor universitario-, también los artistas de todas las clases (pintores, escultores, literatos, bailarines, músicos), y es precisamente una pianista quien se entroniza como una de las figuras centrales del cuento ‘El día del concierto’, una historia triste que narra las interioridades de una familia destrozada por el desamor y la obsesión por la fama y el reconocimiento social. En ‘Ruidos’, el autor describe la personalidad ermitaña de un hombre acosado por el ruido, quien para abstraerse de la molestia de los bocinazos y otras bullanguerías de la calle, termina su vida como un vouyerista, hasta el punto de alucinar, convirtiendo la narración en una zona gris en la que no se distingue la realidad de la ficción, más aún: quizá la ficción acoge dentro de sí otra ficción como los apretados pétalos de un capullo. Es tanta la ficción que el personaje central del cuento deja de ser él, se desintegra y deviene en otro personaje, en uno de los espiados por él y al final no sabemos quién narra la historia, si el vouyerista o el espiado.

Él y ella al final de la tarde’ viene a recrear la imagen de los indigentes de la ciudad. Un hombre y una mujer que deambulan a diario por las calles de la Capital buscando qué desayunar, qué comer y, quizá –si tienen suerte-, qué cenar. Un hombre alto y delgado quemado por el sol (aunque le pudimos ver entre las palabras, líneas y párrafos panzón de comer tantos carbohidratos y grasas, y, por supuesto, cuidar poco su salud) y una mujercita menuda, huesuda, negra, de cabello escaso y maltratado, y boca desdentada, que se recuestan a dormir la siesta debajo de un árbol de jabilla, desliz que los llevó al abismo de la muerte, al ser objeto de una persecución feroz de nacionalistas que primero lo creyeron feminicida y al no ser feminicida lo  confundieron con un haitiano por tanto sol que había quemado su piel en busca del sustento diario -porque buscar de comer en los zafacones también es buscar el sustento-, como si no fuera suficiente ser un pobre andrajoso que camina “de cabo a rabo” la ciudad en busca de los desperdicios de otros que para él lo es todo. Era pobre, de algo había que culparlo.

Deborah, otra riquita de la Capital, era joven, hermosa y con clase; tenía las armas esenciales para grabarse en la mente de un mozuelo a quien apenas le despunta la vida. En este cuento, ‘Deborah en el recuerdo’, el también autor de otros cuentos contenidos en ‘La carne estremecida’, ‘Callejón sin salida, ‘Viaje al otro mundo’ y ‘Testimonios y profanaciones’, remite al lector o lectora a un mundo de ensoñación de la adolescencia, a vapores de fragancias florales agradables, a sabores dulzones y seductores, a imágenes etéreas en la cotidianidad de una ciudad devorada por la convulsión del día a día que cohabita con la monotonía, pero también remite a los peligros que acechan a los jóvenes incautos. Es una llamada de advertencia a la juventud sin sermones ni amonestaciones; libre de coerción.

Detrás del telón de fondo está el sociólogo que nunca deja de habitar dentro del escritor, ese observador reflexivo que es capaz de ponerse en la piel de la niña violada, en la de la mujer transexual, en la negra y grasosa piel de Toñita -e invocar a Santa Martha junto a ella entre velones y pañoletas de color-, en la de una chica de clase media alta que ve morir a su padre consumido por un cáncer ante la indiferencia de la madre y el hermano, es capaz de habitar entre los malvivientes de una cuartería y presenciar el mortuorio de un niño que quizá agradezca morir para no padecer la indiferencia que acompaña a la pobreza, correr desde Manresa hasta la entrada de la zona industrial de Herrera perseguido por una trulla rabiosa que pretende lincharlo porque está negro del sol, sucio, semidesnudo y -según los entendidos en la materia- tiene el perfil de un haitiano indocumentado. Sin embargo, no deja de ser poeta. El verso, la poesía, forman parte del cuento de este autor, desde cada palabra excelentemente lograda, pasando por la música intrínseca, hasta anidar en nuestras mentes las imágenes -algunas etéreas, pese al realismo-  de las historias de vidas que nos narra, en las que el personaje central siempre será el ser humano batido por la vida y sus azares.

José Alcántara Almánzar se nos presenta como un experto descomponedor del tiempo, narra como si fuese un río que se nutre de varios afluentes pero que al final devienen todas las aguas que le nutren unidas en el delta de lo literario e imaginativamente excelso, y esa pericia no se limita a la intercalación de párrafos con diferentes tiempos, sino que su juego con las agujas del reloj se produce dentro del mismo párrafo, entre las oraciones, rompiendo los esquemas de la lectura lineal a la que nos habituó Bosch. Troca las características de los seres vivientes (ser humano, fauna y flora) en el uso del verbo y la adjetivación. También se engarza en el estilo nada oficioso de Gabriel García Márquez, pero sabe bien el escritor criollo que no se debe abusar de la narración exenta de signos de puntuación, y dosifica esa otra maestría suya, la cual debemos cruzar como si fuese un campo minado, hasta llegar –quizá agotados, pero satisfechos- ante la pirámide del cuento nacional en que se constituye su obra toda, individual y colectiva, cuento por cuento, libro por libro.




[1] Dos veces Premio Anual de Cuentos, Premio a la Excelencia Periodística J. Arturo Pellarano Alfau como crítico (1996), Caonabo de Oro como escritor (1998), Premio Nacional de Literatura (2009 por la obra de toda su vida de consagración a las letras, Pluma de la Excelencia como escritor (2010), entre otros.