La noche de aquel 12 de enero de 2010 preparé mi mochila para irme a Haití. Llegué a la emisora al día siguiente diciendo que quería que me preparan un viaje al vecino país, pero el director, temeroso de que me pasara algo en ese país siempre en crisis y entonces colapsada su capital, dijo que no era prudente. Entre otros alegatos, esgrimía mi condición de mujer para un viaje de esa naturaleza (estaba sumamente molesta por eso).
Tres días después se organizó un viaje en helicóptero, con
el propietario de la emisora, el director y yo como reportera. Salimos del aeropuerto
El Higüero rumbo a Haití en helicóptero. Allá aterrizamos en lo quedaba de la
embajada dominicana. El personal y algunos dominicanos que aún quedaban en ese
territorio estaban viviendo en el patio de la casa, porque la estructura física
había sufrido daños severos con el sismo.
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Aunque el viaje era para regresar el mismo día, no me limité a la embajada y empecé a caminar por las calles de Puerto Príncipe. No tuve que dar muchos pasos para encontrar la destrucción: Precisamente al lado de la embajada dominicana, antes del gran terremoto funcionaba un hospital infantil que quedó totalmente destruido, aquello parecía un emparerado de seres humanos de mal gusto. Los niños internos y el personal médico y paramédico habían perecido allí. Una retroexcavadora parada al lado y apagada. Pregunté.
Un grupo de médicos cubanos que había venido a ayudar me dio
respuesta: El hospital colapsó, no había combustible para hacer funcionar la
máquina y tratar de quitar los escombros. En verdad, el personal humanitario no
pudo salvar más vidas por falta de equipos y combustible. Haití no tenía ni lo
básico para salvar a su población afectada: gasolina para los equipos pesados
para la remoción de escombros.
Una médica cubana me contó que varios días después del
terremoto aún se escuchaba a un niño cantar, era un niño que había quedado
atrapado en los escombros del hospital, y cantaba en creol. Cantaba su pena, su
impotencia quizá, le cantaba tal vez a Dios, mataba el tiempo en espera de una
ayuda que nunca llegó, quizá cantaba alguna canción ancestral de despedida. La
voz se fue apagando con los días, y cuando yo llegué a lo que fue el hospital,
ya no se escuchaba nada. La ciudad empezaba a recobrar su ruido habitual y con
él se confundía cualquier hálito de vida atrapada. Un puesto de comida
ambulante funcionaba como si nada al lado de ese hospital donde todos sabían
que habían muerto decenas de niños y su personal. No podía comprender.
Caminé sobre los escombros no sé buscando qué, quizá algún
recuerdo de vida en ese cráter que había engullido tantos sueños. Hallé
negativos de fotografías, los tomé, los traje a Santo Domingo y los revelé. Las
fotos hablaban de tiempos mejores, de jóvenes y niños llenos de vida y mentores
religiosos en retiros y actividades sociales al aire libre. Fotos que pudieran
sacar lágrimas a quienes conocieron a esas personas que quizá hoy no están.
El temblor de aquel 12 de enero en Haití es una nube de
muertos en mi memoria, ¡Tantos cadáveres! Pero lo único que se transforma en
agua viva que a pesar del dolor logra limpiar la herida, es imaginar aquella voz
infantil que cantaba en creol, y que se apagó lentamente, pero siempre con
dignidad y esperanza.
Esta remembranza surge a propósito del temblor de 5.3 grados
en la escala Richter de hoy 04 de febrero de 2018 en República Dominicana.
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