jueves, 7 de septiembre de 2017

Metere quod seminatum



“La naturaleza del hombre es malvada.
Su bondad es cultura adquirida”.
Simone de Beauvoir


Ya pasaron seis meses desde que nos casamos, tal vez ya sea tiempo suficiente para pedirle que me ayude para seguir estudiando. Voy a aprovechar un momento que esté feliz, pero no ebrio, porque si está borracho al día siguiente no recordará que me lo prometió. Mamá siempre me dijo que a los borrachos no se les fía, y ella generalmente tiene la razón.  Quizá la mejor fecha sea su cumpleaños, después que le prepare un buen sancocho, le diré que necesito estudiar.

Adelaida Méndez tiene 18 años, es oriunda de Monte Bonito, en Padre las Casas, Azua, y cursaba el segundo de bachillerato cuando se matrimonió con Narciso Mateo, un señor de 51 años, que por su edad y arraigo económico, la familia de la adolescente creyó era la mejor oportunidad que podía tener la niña para salir de la pobreza. Ella se las tuvo que arreglar sola para olvidar a Ernesto Martínez y ponerle buena cara a un hombre que no amaba, no era agraciado físicamente, y encima treinta y tres años mayor. Ella podía ser su hija, en cuanto a edad, pero no lo era. Adelaida era una adolescente bonita y decente, elegida para darle un toque femenino a la vida de un hombre maduro y rudo.

-Narso, yo quería decirle que ya pronto comienza el año escolar…-
Sin dejar de comer el sancocho ni levantar la mirada, el hombre le preguntó:
¿Y?
-Que me gustaría inscribirme para continuar los estudios.-
¿Y uté cree que yo me la traje pa' mi casa pa' tené a una mujé profesonal? A uté yo la quiero pa' que me atienda como Dio manda, pa' que se encargue de eta casa. ¿O uté cree que soy pendejo, que le vuá a pagá etudio pa' que despué se vaya con otro? 
-Pero…-

Adelaida no pudo continuar abogando por sí misma porque Narciso se levantó como una bestia de la silla y empezó a sacarse la correa para pegarle. Segundos que ella aprovechó para correr hacia la habitación y trancarse con pestillo hasta que el peligro cediera, hasta que su amo se emborrachara con sus amigos y se tirara en la cama vencido por el etílico, a veces a nada más que manosearla y babosearla. Nunca encendía la luz en la intimidad para que él no descubriera los gestos de repugnancia que le provocaban su boca, sus manos y su pene en su cuerpo. Siempre rogaba que fuera rápido y con el pretexto del calor, se bañaba tras cada coito para que en ella no quedara rastros de sus fluidos. Y el se jactaba orgulloso de tener la mujer más limpia del país. Ironías de la vida. 

El Día de las Madres del año siguiente, la madre de Adelaida aprovechó la ocasión para plantear el tema de los estudios de la joven delante de su esposo y Narciso a lo que éste último se opuso sin que la mujer hallara apoyo en su esposo, que siempre se sentía distinguido con la visita del marido de su hija, que vestía elegante, en comparación con los hombres de Monte Bonito, y le brindaba buenas bebidas. Para él, Narciso era un semi dios, alguien por encima de los mortales, pero con quien él mantenía un vínculo especial, vínculo que tenía un nombre y un cuerpo femeninos y que él no representaba más que como contraparte de un acuerdo que no tomaba en cuenta la opinión de esa mujer.

Si uté quiere que su hija etudie, se la pueo devolvé pa’ que la ponga uté a la ecuela. Pero mientra sea mi mujé, no va a etudiá. Yo no tengo etudio ¿Por qué mi mujé tiene que tené etudio?

Las comisuras de la boca se le iban de lado mientras escupía esas palabras, que lanzaba con cierto desprecio que nacía de su propia frustración. Narciso, siendo un hombre del campo, había logrado ascender en el sindicato del transporte de carga. Tenía una buena vida, pero no dejaba de ser un campesino nacido y criado en El Salado de Galván, en Bahoruco, y esa realidad le dolía, aunque no lo expresara. Podía tener muchas cosas, pero hasta un límite, porque nunca sería como un Pepín Corripio: Un hombre blanco, con formación y con dinero. A él le faltaba la tez blanca y la formación. El dinero le abría muchas puertas, pero no todas, y algunas de las que les abrían era por conveniencia para el anfitrión, porque algo le sacaría a ese negro inculto de El Salado.

Así empezaron a pasar los años para Adelaida en esa vida de “esposa”, por lo que consideraba la palabra esposa toda una alegoría de la esclavitud moderna y rehusó a ser llamada la “esposa de Mateo”, porque quien estaba esposada era ella, quien había perdido la libertad y capacidad de movimiento (físico y mental), era ella. Y  a la casa materna no podía volver porque su padre no estaba de acuerdo con que ella se separara del gran Naciso Mateo. -La mujé tiene que etá al lao' de su marío. Yo aquí no te quiero. Ese e’ un buen hombre. Tú lo que quiere e’ vení pa’ acá’ pa cogé la calle, pero solo yo difundo-, le decía.

Las tres comidas nunca le faltaron a Adelaida, ni buena ropa ni zapatos, tampoco las lágrimas, las que siempre trataba de ocultar para no provocar la ira de su amo y señor. Prefería estar harapienta y hambrienta, pero ser feliz, poder salir de la casa sola, poder ir de tienda sola, poder ir a su casa en el campo sola, poder salir con amigas y primas, poder visitar a sus hermanos en la Capital. A sus veinte años, se había convertido en un apéndice de Narciso Mateo, algo así como un dedo cinqueño, que está ahí porque ocupa un espacio, pero que no significa nada para sí mismo. 

Con los años, fue aprendiendo algunas habilidades de estilismo gracias a sus vecinas, como lavar el pelo, hacer rolos, pasar el blower, hacer manicure y pedicure, y el marido –como era una actividad productiva que podía hacer sin salir de la casa-, le compró lo necesario para instalar un salón modesto en una de las habitaciones vacías, pero con la condición de que ella pagara la electricidad de la casa, a lo que ella accedió con tal de hacer algo con y por su vida. “Salón Adelaida”, decía un letrero de dos aguas que mandó a hacer y que ponía en la acera y sacaba y entraba todos los días. La clientela fue creciendo y al cabo de cinco años Adelaida tenía un negocio próspero, a pesar de que debía pagar la electricidad de toda la casa, incluido el consumo del aparato de música que alegraba las tardes y los fines de semana a Narciso mientras empinaba el codo con sus etílicos amigos.

Adelaida fue dejando de ser una niña bonita de Monte Bonito para transformarse en una mujer madura de una ciudad de la que ella no podía disfrutar ni formaba parte, y acosada, además de las exigencias domésticas de su esposo, por la grasa corporal. Prominentes busto, cadera y glúteos, que aunque distantes de una fisonomía saludable, hacían sentir orgulloso a Narciso de tener a una "buena hembra" para exhibir ante sus amigos de bebida, aunque ya la diabetes estaba arruinando lo poco que le quedaba de su mal llamada hombría.

Al paso de los años, la mujer debió ir asumiendo más compromisos económicos de la casa, pues las finanzas de Narciso no iban bien. Los negocios estaban en picada y algunos préstamos sin honrar hicieron estragos en su patrimonio. Lo único que se mantenía en pie, era su no reconocido alcoholismo. Adelaida además de pagar la electricidad, asumía el pago de las cuentas de teléfono, agua, basura, y aportaba bastante para la comida. Por suerte la casa era propia, y no tenía que pagar alquiler. La mujer se pasaba los días cocinando, limpiando, lavando, atendiendo a un marido que tres veces al día requería medicinas y para  lo cual ella debía buscar y ponerle en las manos el agua y las pastillas; ayuda que él no solicitaba para beber con sus amigos. También debía atender a las clientas del salón porque de allí salía el dinero para los gastos de la casa, prácticamente Narciso solo le daba el techo. Y así continuaron pasando los años, porque a todo esto: Se vería mal que ella se fuera y lo dejara en esas condiciones, viejo, enfermo y arruinado.

Pero la vida se le iba, se secaba como se secan las norias en los campos, dejando la huella de lo que una vez fue y no volverá. Ya con 40 años, gorda, sin hijos, ¿Qué podía hacer ella? Pensaba que poco. No tenía nada qué perder y la consolaba la posibilidad de que a la muerte de Narciso ella pudiera seguir en la casa, si sus hijos lo permitían. ¡Tanto sacrificio por un rancho! Eso es injusto. Un día vió en la televisión las imágenes de un gran terremoto en un país lejísimo por allá y pensó: “Y si aquí tiembla la tierra así y esta casa se desploma, y yo aquí esperando a ver si al menos me queda este rancho de consuelo por los años perdidos con este hombre. ¡Carajo! Debo desear y luchar por algo que me de felicidad, pero ¿Qué es la felicidad? ¿Qué me da felicidad? Con cuatro décadas arriba, no lo sabía, no tenía respuestas a esas preguntas, había olvidado ser feliz en esos veintidós años junto a Narciso Mateo, el hombre duro del transporte en el Suroeste. Pasó varias noches sin conseguir el sueño, mirando hacia el techo, buscando esos momentos efímeros de felicidad para hilarlos a su vida presente, para reconocerse a sí en un estado mental menos oprimente que el actual.

Para reconocerse feliz tuvo que viajar a través del tiempo a su infancia en Monte Bonito, verse en el hogar materno, junto a su madre, padre y hermanos. Recordar la escuela, las amigas, los maestros, las fiestas patronales, las rondas en el parque, la primera vez que se enamoró, su primer beso: Todo eso la hizo feliz, y todo eso era el opuesto de Narciso Mateo. ¿Qué es entonces lo que debo hacer?


“Si la felicidad fue en mi infancia y adolescencia, y Narciso me hace infeliz, qué es aquello que me hace infeliz con él y que está del otro lado de mi vida”. Fue sencillo obtener el resultado de esa ecuación vital: Carecía de libertad. Saltó de la cama de un brinco -como un resorte cuando que se le ha dejado de hacer presión- al descubrir cuál era el tesoro que debía de buscar para darle sentido a su vida: “Libertad”. No durmió en toda esa noche, y a pesar del ruido que hacía, Narciso no despertó en ningún momento, durmió mondo y lirondo, como sólo él lo sabía hacer.

A la mañana siguiente, Adelaida recibió a su marido en la cocina con un suculento desayuno: Mangú con huevo y salchichón fritos, y una tajada de aguacate. Ella estaba aseada, bien vestida y animada. Narciso puso su rostro de lado para poder entender lo que sus ojos veían, como hacen algunos perros cuando los humanos les hablan. "Porque ¿No será que piensa pedirme algo?", pensó mientras terminaba de sentarse a la mesa, y en ese preciso instante alcanzó a ver una maleta y un par de bultos cerca de la puerta de la casa.

¿Quién llegó? Preguntó mientras con su barbilla apuntaba hacia la puerta.
-Nadie, querido.-  Y ese querido le salió con un gusto que solo la sorna puede dar.
Y esos bultos, ¿De quién son?
-Míos.-
¿Y qué hacen ahí?
-Pues que me voy, querido.-

Las mandíbulas del hombre se separaron a la par que abría bien sus ojos para que las palabras que habían entrado por sus oídos y no podía comprender también entraran por sus ojos a ver si así asimilaba lo que estaba sucediendo esa mañana en su casa. Y ella prosiguió con todo el empuje que le dieron las palabras que acababa de pronunciar.

-Así como lo estás escuchando: Me voy. Me harté de ser tu esclava, tu servicio doméstico, tu enfermera... Y así como tú no quisiste invertir en mis estudios, con la misma moneda te pago: No es verdad que el sudor de mi frente yo lo voy a invertir en un viejo cagalitroso como tú.  Toma todo tu dinero y poder para que pagues quien te cuide.-

Y mientras decía esto, Adelaida tiraba el paño de cocina que tenía en las manos y caminaba hacia la puerta como un bólido recién escapado de un puño férreo en el que estuvo contenido por veintidós largos años. Abrió la puerta y tomó su maleta y bultos con un poco de dificultad por el peso de éstos y sus caderas a la vez (la mujer que salía no era la misma que había entrado, ya no tenía el cuerpo espigado ni esa agilidad púber), pero decidida, dando tras de sí un portazo que se escuchó en toda la calle, y quizá en las calles contiguas. Y allí, sentado en el comedor, se quedó Narciso Mateo, perplejo: Con su casa, sus muebles, su vieja jeepeta en la marquesina, decenas de botellas de whisky, ron y cerveza vacías debajo del fregadero, en sacos y en el patio, pero la casa aún con el toque de higiene, dedicación y alegría que toda mujer le da, y que se va perdiendo lenta pero indefectiblemente cuando ella se ha ido.


* Este cuento formará parte de 'Burbujas en el tiempo', cuentos y poemas de la autoría de Patricia Báez Martínez.



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