Desperté la vez primera, sonaba
en el equipo de música esa bachata de Anthony Santos que a
veces repiten en el día cuando el grupo de hombres habitual juega dominó. Fui a
tientas al baño y oriné, no hallé el papel de baño, y no quise encender la luz
para no ahuyentar a las ánimas de los sueños. ¿Dónde está el papel de baño? ¡Carajo!
Me negaba a secarme con la franela de él que tenía puesta a modo de bata y que llegaba
oronda y segura hasta mi sexo. Decidí -a regaña dientes- que la humedad se
diluyera por sí misma, y me lancé otra vez a la cama con la intención de
continuar el placentero sueño en el mismo punto donde lo había dejado. Traté en vano de adivinar la hora, quizá las once. El cálculo buscaba justificar la música
del colmado y el murmullo de la gente que allí imaginaba tomando cervezas y
tragos calientes de diferentes marcas, cuyas estridencias me aguijoneaban en capicúa: el
sueño y el espíritu.
Estaba en Pimentel y subía las escaleras que
llevan al club Pimentel Inc., siempre sobre sus legendarios pilotillos; dentro
no había nada ni nadie, solo yo; faltaba la cantina, la mesa de billar y las
sillas y mesas, era solo un salón rectangular en el que en unas tablas
sostenidas por palometas, mi padre tenía algunos de sus equipos y materiales
para ejercer modestamente la medicina que siempre ejerció en ese olvidado pueblo del Noreste, pero
todo en un orden pulcro, como lo fue cuando lo hacía. Yo revisaba entre
sus cosas: jeringas, guantes de látex, estetoscopio… y estando parada allí con
las narices en sus cosas, escuché la voz gagosa de ella a mis espaldas.
Hablamos algunas cosas inicialmente sin importancia que desembocaron en el piso
del club que no era como siempre fue, de madera pulida, sino que estaba hecho de troncos a forma de balsa, los cuales hacían difícil el navegar
sobre él. Al
final tomé sus manos y la miré a sus rasgados ojos que se quieren siempre
perder en sus mejillas amelonadas, y con una ternura hacia ella que
nunca he experimentado, le dije: “Pero lo extraño es que me has dicho antes que
hay un doble piso”, mientras que al decir la frase la imagen de un piso de
mosaicos con rombos se transfiguraba debajo de aquellos troncos que nos
sostenían a nosotras. Ella me lo confirmó con su voz y movimientos de cabeza,
mientras agarradas de las manos salíamos del local hacia la calle Mella, que estaba al polvo
vivo, como lo fueron por siglos las calles de ese Barberito lejano.
Otra vez, aquello que para mí era el ruido de la música y
para mi vecina y sus amigas el alcaloide que las hacía chillar, se
combinaba con el deseo de orinar. Esta vez se escucha a El Poeta de la bachata:
Porque un viejo amor
No es tan solo una aventura
Son dos personas seguras
Que deciden continuar
Porque saben que aunque quieran
No se podrán olvidar.
No es tan solo una aventura
Son dos personas seguras
Que deciden continuar
Porque saben que aunque quieran
No se podrán olvidar.
“No se podrán olvidar”, esa frase
en voz de un hombre que habla en nombre de una mujer muda horadaba mi alma como
un feminicida me hubiese clavado sin piedad un puñal en el tórax, mientras iba ya saltando de la cama como un resorte al que se le deja de aplicar presión. Llegué por segunda vez al baño, y otra vez me negué a
encender la luz, deseaba dormir más, pero también creía haber dormido
suficiente como para irme a la cocina, poner un café y sentarme a
leer o escribir. Mi vejiga comenzó gustosa a hacer espacio. Mientras ese placer
tan básico me satisfacía, la música del colmado y los chillidos me
seguían taladrando. ¡Cómo saldremos de la situación social en que nos
encontramos con gente que se conforma con tan poco para perder su tiempo: Música y
bebida en un colmado, mientras unas mujeres merodean en son de búsqueda. No hay
papel de baño (lo había olvidado) e ir a la despensa implicaba encender luces y despabilarme. Tomé el ruedo de la franela
con la derecha y le robé al sexo la humedad volviendo a lanzarme a la cama
decidida a no dejarme vencer por los clientes del colmado. Esa vez me
escurrí debajo de la colcha, imaginé que pronto la temperatura descendería más
y el frío me molestaría y no permitiría -"bajo ningún concepto"- que nada ni nadie, además del colmado El mismo hombre y sus satélites humanoides, se interpusiera entre el sueño y yo.
Intenté una reconciliación onírica sin ir a fiscalías. Pero no, daba vueltas y reconocía que se me vuelve atractivo desvelar, hacer café y
sentarme a producir mientras otros pierden el tiempo, ésos y ésas que no le hayan
sentido a mi vida, que se preguntan si no tengo gusto por ella, sin imaginar
el placer que produce leer a la luz de la lámpara o dejar que la hormiga de la
creación recorra el cuerpo, -como la sentí inquieta e inquietante- esta
madrugada en la cama.
Tengo tantos deseos y temas para escribir. Volví a lanzarme de la cama, esta vez sin pasar por el baño, y caminé hacia la cocina. Encendí una de las luces y empecé a lavar la greca, a
quitarle el recuerdo de una tarde en la que colé para tres.
Volví a Pimentel. "Si quisiera probar de
nuevo mi mala suerte con los números es cuestión de combinar la serie del pueblo,
que es 57, el 04 o el 44 por el piso o el doble piso, y el 27 que es mi fecha
de nacimiento. También puede ser el terminar de la cédula de papi, que es 77.
¡Una tripleta 57-44-77! Pero no, son todos números muy altos, aunque pensándolo
bien la suerte muchas veces se encampana como una chichigua en Cuaresma.
También puede ser 57-44-13, la fecha de nacimiento de él". Ya no me entusiasmo,
he perdido lo que considero mucho dinero en el último mes tratando de probarme
y probar que mis sueños tienen sentido numerológico, pero solo he logrado
acumular unos bouchers de banca de lotería de apuesta que la chica de la cara amelonada me da a modo de prueba y garantía, que avergüenzan mi CI.
Mientras divagaba en esas
nimiedades de la vida al detalle, puse el café y leche a calentar, también. La música de bar de mala muerte seguía en
sus buenas y también los chillidos, encendí la luz de la lámpara al tiempo que
hacía tinmarín de dos pingüés entre leer y escribir. En ese instante, escuché la puerta corrediza
del colmado descender y sentí alivio abrigado en unas débiles esperanzas. El
café subió rápido y la leche –no estaba
tan caliente como hubiese querido, pero había perdido el frío del refrigerador
así como yo había perdido el sueño-. Hice la mezcla, un poco de azúcar prieta, removí y
cuando tuve el líquido caliente en la derecha, me digné a mirar la hora: ¡Dos
de la madrugada! Sentí un vahído, pues apenas ella empezaba: me había
precipitado. No era que el colmado había estado abierto hasta muy tarde de la
madrugada, sino que yo creía que había dormido mucho y esto me hacía corresponsable
de mi desvelo. Me fui al sofá tomando la laptop con la izquierda mientras
trataba de decidir si continuaba la crítica literaria o dejaba
escapar a la negra por la
nocturnidad de una inspiración forzada.
Empecé a escribir precisamente estas líneas maltrechas. Al rato me sentía en paz pese al bullicio y la algarabía de la
esquina -que no cesaban aunque las puertas del comercio habían bajado- cuando el bebé de un año de la vecina
despertó y empezó a llorar, primero leve, luego más fuerte, y más tarde leve y desgarrador
por el cansancio que sin proponérselo dejaba incluir en su llanto. Desde la esquina, ella no podía escucharlo y gritarle que se callara. Yo, en medio de las vidas que desde ya marcan su desencuentro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario