En el libro de cuentos ‘Las
máscaras de la seducción’, el laureado[1]
escritor dominicano José Alcántara Almánzar coloca sobre su rostro doce
antifaces con los que seduce al lector o lectora en una sola jornada de un carnaval
que no conoce las fronteras del tiempo. Sin presentación, porque un buen
disfraz no la requiere, en ‘La reina y el
secreto’, el cuentista nos sumerge en un laberinto de ficción mágica del
cual ni el lector más aguzado intuye su final. Éste es un “hermoso cuento,
aparentemente apoyado en la ficción, que describe un mal social real contra el
cual la nacionalidad, la edad y la clase social de los personajes se diluyen,
convirtiéndose así en un cuento que trasciende las fronteras locales; es
regionalista, a la vez mundial, sin rayar –aunque aborda el tema del abuso
sexual- en el feminismo, sus slóganes y reivindicaciones”, así escribí de mi
puño y letra al final de ese cuento. Con ‘Lulú
y la metamorfosis’, el sociólogo se sumerge en la piel de la mujer
transexual, en sus luchas cotidianas para subsistir y para darse a reconocer
como mujer en una sociedad que satiriza y violenta su derecho a una preferencia
sexual diferente. En este cuento tanto el tiempo como la narración se dividen
en dos caminos diferentes para abrazarse en un final en el que el pesimismo nos
hace presentir un final fatal para Lulú.
‘La humillación’ entrecruza magistralmente la narración de tres
personas: Primera (el escritor que narra el cuento desde la perspectiva
exterior), ella (Dolorita) y él (Tony), quien la narra desde dentro, desde las
entrañas del enemigo. Un cuento que nos habla de la lucha de la mujer por
superarse en una sociedad machista y violenta en la que la mujer/niña es un
objeto sexual mercadeable, y ella lo asimila, al punto de dejarse llevar –corriente
abajo- por el mundo de la prostitución. Grande es la sorpresa, cuando el lector
o lectura descubre que el nombre del prostíbulo del cuento coincide con la
situación de Tony en la historia de su vida. Este descubrimiento solo sucede al
final del cuento y nos podemos dar cuenta que el escritor ha seleccionado con
esmero ese nombre como la carnada principal del cuento. Las carnadas son esas
oraciones que dicen sin decir, que no parecen tener significado dentro del
conglomerado de párrafos, sin embargo, llega un momento en el que adquieren
todo el significado del cuento mismo anegando los sentidos del lector.
En ‘Desarmar un rostro’, un cuento brevísimo, Alcántara Almánzar nos
muestra a una mujer que se resiste a envejecer. Y más que un cuento, es una narración breve de índole jocosa muy bien lograda. ‘La boda’ es también otra narración breve que nos enrostra una
realidad de la sociedad moderna: los escasos matrimonios que se producen,
muchos de ellos cuando ya se espera una criatura, pero sobre todo nos habla de las pompas de
algunas bodas de ricos –solo para llenar requisitos y apariencias- cuando las
hijas ya son veteranas en el arte del Kamasutra. En ‘Viajeros’, una tiene la impresión de que se trata de un cuento
biográfico narrado en primera persona, en el que una pareja de esposos
embarazada viaja al Haití de “Baby Doc” de vacaciones, pero aprovecha para
llevar un subversivo encargo cosido a la falda de Martha, el cual convierte a las vacaciones en una
romántica y peligrosa persecución en un país acuchillado por la violencia y del
que conocen poco pese a dominar el francés. Y ‘La oficiante’ nos presenta a Toñita,
una dominicana adulta, morena, gorda, santera y emperrada de Magino. Ella vive en
un rancho de una cuartería agobiada por la miseria y los ratones. Toñita no será muy agraciada físicamente,
pero tiene su 'melao' en la cama con el que mantiene a Magino como abeja tras el néctar de las
flores, hombre que no teme a quedar amarrado por el falo, mas sí por los
santos.
Seguimos en el barrio con ‘El muertico’, un cuento que nos narra la
historia de Pablito, un pequeño niño que vivía en una cuartería de una barriada
capitalina y quien murió a destiempo de tanta falta de atención alimenticia y
de salud, pero más que la historia de Pablito, este cuento narra cómo es el
pobre dominicano que abandonó el campo y se instaló en la Capital creando los
llamados cinturones de pobreza que hoy tienen la dimensión metafórica de fajas reductoras. Se trata de la miseria, de
la lucha diaria, la solidaridad relativa de los pobres, las supersticiones
arrastradas desde tiempos inmemoriales, el deseo y acoso sexual consuetudinarios,
de los burdeles y su dinámica rumbera que viven en la barriada y de la barriada
como un cáncer que se alimenta de niñas y mujeres jóvenes, y de la convivencia
natural con la muerte a la que se ha habituado el dominicano de los estratos
más bajos, a quien a diario se le confunde la vida con la muerte producto del
constante desafío de sobrevivir.
De los barrios, José Alcántara
Almánzar nos lleva a los sectores exclusivos de la clase media alta local, allí
donde viven los banqueros, empresarios, escasos médicos, chapeadoras costosas, nunca
un profesor -a menos que sea un exitoso profesor universitario-, también los artistas de todas las
clases (pintores, escultores, literatos, bailarines, músicos), y es
precisamente una pianista quien se entroniza como una de las figuras centrales
del cuento ‘El día del concierto’,
una historia triste que narra las interioridades de una familia destrozada por
el desamor y la obsesión por la fama y el reconocimiento social. En ‘Ruidos’, el autor describe la
personalidad ermitaña de un hombre acosado por el ruido, quien para
abstraerse de la molestia de los bocinazos y otras bullanguerías de la calle, termina su
vida como un vouyerista, hasta el punto de alucinar, convirtiendo la narración
en una zona gris en la que no se distingue la realidad de la ficción, más aún:
quizá la ficción acoge dentro de sí otra ficción como los apretados pétalos de
un capullo. Es tanta la ficción que el personaje central del cuento deja de ser
él, se desintegra y deviene en otro personaje, en uno de los espiados por él y
al final no sabemos quién narra la historia, si el vouyerista o el espiado.
‘Él y ella al final de la tarde’ viene a recrear la imagen de los indigentes
de la ciudad. Un hombre y una mujer que deambulan a diario por las calles de la
Capital buscando qué desayunar, qué comer y, quizá –si tienen suerte-, qué
cenar. Un hombre alto y delgado quemado por el sol (aunque le pudimos ver entre
las palabras, líneas y párrafos panzón de comer tantos carbohidratos y grasas,
y, por supuesto, cuidar poco su salud) y una mujercita menuda, huesuda, negra,
de cabello escaso y maltratado, y boca desdentada, que se recuestan a dormir la
siesta debajo de un árbol de jabilla, desliz que los llevó al abismo de la
muerte, al ser objeto de una persecución feroz de nacionalistas que primero lo
creyeron feminicida y al no ser feminicida lo confundieron con un haitiano por tanto sol que
había quemado su piel en busca del sustento diario -porque buscar de comer en
los zafacones también es buscar el sustento-, como si no fuera suficiente ser
un pobre andrajoso que camina “de cabo a rabo” la ciudad en busca de los
desperdicios de otros que para él lo es todo. Era pobre, de algo había que
culparlo.
Deborah, otra riquita de la Capital, era joven, hermosa y con
clase; tenía las armas esenciales para grabarse en la mente de un mozuelo a
quien apenas le despunta la vida. En este cuento, ‘Deborah en el recuerdo’, el también autor de otros cuentos
contenidos en ‘La carne estremecida’, ‘Callejón sin salida, ‘Viaje al otro
mundo’ y ‘Testimonios y profanaciones’, remite al lector o lectora a un mundo
de ensoñación de la adolescencia, a vapores de fragancias florales agradables,
a sabores dulzones y seductores, a imágenes etéreas en la cotidianidad de una
ciudad devorada por la convulsión del día a día que cohabita con la monotonía, pero
también remite a los peligros que acechan a los jóvenes incautos. Es una llamada de
advertencia a la juventud sin sermones ni amonestaciones; libre de coerción.
Detrás del telón de fondo está el
sociólogo que nunca deja de habitar dentro del escritor, ese observador
reflexivo que es capaz de ponerse en la piel de la niña violada, en la de la
mujer transexual, en la negra y grasosa piel de Toñita -e invocar a Santa
Martha junto a ella entre velones y pañoletas de color-, en la de una chica de clase media alta que ve morir a su
padre consumido por un cáncer ante la indiferencia de la madre y el hermano, es
capaz de habitar entre los malvivientes de una cuartería y presenciar el mortuorio
de un niño que quizá agradezca morir para no padecer la indiferencia que acompaña a la pobreza, correr desde Manresa hasta la entrada de la zona industrial de Herrera
perseguido por una trulla rabiosa que pretende lincharlo porque está negro del
sol, sucio, semidesnudo y -según los entendidos en la materia- tiene el perfil de un haitiano indocumentado. Sin embargo, no deja de ser poeta. El verso, la poesía, forman parte del cuento de este autor, desde cada palabra excelentemente lograda, pasando por la música intrínseca, hasta anidar en nuestras mentes las imágenes -algunas etéreas, pese al realismo- de las historias de vidas que nos narra, en las que el personaje central siempre será el ser humano batido por la vida y sus azares.
José Alcántara Almánzar se nos
presenta como un experto descomponedor del tiempo, narra como si fuese un río
que se nutre de varios afluentes pero que al final devienen todas las aguas que
le nutren unidas en el delta de lo literario e imaginativamente excelso, y esa
pericia no se limita a la intercalación de párrafos con diferentes tiempos,
sino que su juego con las agujas del reloj se produce dentro del mismo párrafo,
entre las oraciones, rompiendo los esquemas de la lectura lineal a la que nos
habituó Bosch. Troca las características de los seres vivientes (ser humano, fauna y flora) en el uso del
verbo y la adjetivación. También se engarza en el estilo nada oficioso de Gabriel
García Márquez, pero sabe bien el escritor criollo que no se debe abusar de la
narración exenta de signos de puntuación, y dosifica esa otra maestría suya, la
cual debemos cruzar como si fuese un campo minado, hasta llegar –quizá agotados,
pero satisfechos- ante la pirámide del cuento nacional en que se constituye su
obra toda, individual y colectiva, cuento por cuento, libro por libro.
[1]
Dos veces Premio Anual de Cuentos, Premio a la Excelencia Periodística J.
Arturo Pellarano Alfau como crítico (1996), Caonabo de Oro como escritor
(1998), Premio Nacional de Literatura (2009 por la obra de toda su vida de
consagración a las letras, Pluma de la Excelencia como escritor (2010), entre
otros.
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