Juan
Bosch
El cuento es un género
literario escueto, al extremo de que un cuento no debe construirse sobre más de
un hecho. El cuentista, como el aviador, no levanta vuelo para ir a todas
partes y ni siquiera a dos puntos a la vez; e igual que el aviador, se halla
forzado a saber con seguridad a donde se dirige
antes de poner la mano en las palancas que mueven su máquina.
La primera tarea que el
cuentista debe imponerse es la de aprender a distinguir con precisión cuál
hecho puede ser tema de un cuento. Habiendo dado con un hecho, debe saber
aislarlo, limpiarlo de apariencias hasta dejarlo libre de todo cuanto no sea expresión
legítima de su sustancia; estudiarlo con minuciosidad y responsabilidad. Pues
cuando el cuentista tiene ante sí un hecho en su ser más auténtico, se halla
frente a un verdadero tema. El hecho es el tema, y en el cuento no hay lugar
sino para un tema.
Ya he dicho que
aprender a discernir dónde hay un tema de cuento es parte esencial de la
técnica del cuento. Técnica, entendida en el sentido de la “teckné” griega, es
esa parte de oficio o artesanado indispensable para construir una obra de arte.
Ahora bien, el arte del cuento consiste en situarse frente a un hecho y
dirigirse a él resueltamente, sin darles caracteres de hecho a los sucesos que marcan
el camino hacia el hecho; todos esos sucesos están subordinados al hecho hacia
el cual va el cuentista; él es el tema.
Aislado el tema, y
debidamente estudiado desde todos sus ángulos, el cuentista puede aproximarse a
él como más le plazca, con el lenguaje que le sea habitual o connatural, en
forma directa o indirecta. Pero en ningún momento perderá de vista que se
dirige hacia ese hecho y no hacia otro punto. Toda palabra que pueda darle
categoría de tema a un acto de los que se presentan en esa marcha hacia el
tema, están fuera de lugar y deben ser aniquiladas tan pronto aparezcan; toda
idea ajena al asunto escogido es yerba mala, que no dejará crecer la espiga del
cuento con salud, y la yerba mala, como aconseja el Evangelio, debe ser
arrancada de raíz.
Cuando el cuentista
esconde el hecho a la atención del lector, lo va sustrayendo frase a frase de
la visión de quien lo lee pero lo mantiene presente en el fondo de la
narración y no lo muestra sino
sorpresivamente en las cinco o seis palabras finales del cuento, ha construido
el cuento según la mejor tradición del género. Pero los casos en que puede
hacer esto sin deformar el curso natural del relato no abundan. Mucho más
importante que el final de sorpresa es mantener en avance continuo la marcha
que lo lleva al punto de partida al hecho que ha escogido como tema. Si el
hecho se halla antes de llegar al final, es decir, si su presencia no coincide
con la última escena del cuento, pero la manera de llegar a él fue recta y la
marcha se mantuvo en ritmo apropiado, se ha producido un buen cuento.
Todo lo contrario
resulta si el cuentista está dirigiéndose hacia dos hechos; en este caso la
marcha será zigzagueante, la línea no podrá ser recta, lo que el cuentista
tendrá al final será una página confusa, sin carácter; cualquier cosa, pero no
un cuento. Hace poco recordaba que cuento quiere decir llevar la cuenta de un
hecho. El origen de la palabra que define el género está en el vocablo latino “computus”,
el mismo que hoy usamos para indicar que llevamos cuenta de algo. Hay un oculto
sentido matemático en la rigurosidad del cuento; como en las matemáticas, en el
cuento no puede haber confusión de valores.
El cuentista avezado
sabe que su tarea es llevar al lector hacia ese hecho que ha escogido como tema;
y que debe llevarlo sin decirle en qué consiste el hecho. En ocasiones resulta
útil desviar la atención del lector haciéndole creer, mediante una frase discreta,
que el hecho es otro. En cada párrafo, el lector deberá pensar que ya ha
llegado el corazón del tema; sin embargo no está en él y ni siquiera ha
comenzado a entrar en el círculo de sombras o de luz que separa el hecho del
resto del relato.
El cuento debe ser
presentado al lector como un fruto de numerosas cáscaras que van siendo
desprendidas a los ojos de un niño goloso. Cada vez que comienza a caer una de
las cáscaras, el lector esperará la almendra de la fruta; creerá que ya no hay
cortezas y que ha llegado el momento de gustar el anhelado manjar vegetal. De
párrafo en párrafo, la acción interna y secreta del cuento seguirá por debajo
de la acción externa y visible; estará oculta por las acciones accesorias, por
una actividad que en verdad no tiene otra finalidad que conducir al lector
hacia el hecho. En suma, serán cáscaras que al desprenderse irán acercando el
fruto a la boca del goloso.
Ahora bien, en cuanto
al hecho que da el tema, ¿cómo conviene que sea? Humano, o por lo menos,
humanizado. Lo que pretende el cuentista es herir la sensibilidad o estimular
las ideas del lector; luego, hay que dirigirse a él a través de sus
sentimientos o de su pensamiento. En las fábulas como en los cuentos de Rudyard
Kipling, en los relatos infantiles de Andersen como en las parábolas de Oscar
Wilde, animales, elementos y objetos tienen alma humana. La experiencia íntima
del hombre no ha traspasado los límites de su propia esencia; para él, el
universo infinito y la materia mensurable existen como reflejo de su ser. A pesar
de la creciente humildad a que lo somete la ciencia, él seguirá siendo por
mucho tiempo el rey de la creación, que vive orgánicamente en función de señor
supremo de la actividad universal. Nada interesa al hombre más que el hombre
mismo. El mejor tema para un cuento será siempre un hecho humano, o por lo
menos relatado en términos esencialmente humanos.
La selección del tema
es un trabajo serio y hay que acometerlo con seriedad. El cuentista debe
ejercitarse en el arte de distinguir con precisión cuándo un tema es apropiado
para un cuento. En esta parte de la tarea entre a jugar el don nato del
relatador. Pues sucede que el cuento comienza a formarse en ese acto, en ese
instante de la selección del hecho-tema. Por sí solo, el tema no es en verdad
el germen de un cuento pero se convierte en tal germen precisamente en el
momento en que el cuentista lo escoge por tema.
Si el tema no satisface
ciertas condiciones, el cuento será pobre o francamente malo aunque su autor
domine a perfección la manera de presentarlo. Lo pintoresco, por ejemplo, no
tiene calidad para servir de tema; en cambio puede serlo, y muy bueno, para un
artículo de costumbres o para una página de buen humor.
El tema requiere un
peso específico que lo haga universal en su valor intrínseco. El sufrimiento,
el amor, el sacrificio, el heroísmo, la generosidad, la crueldad, la avaricia,
son valores universales, positivos o negativos, aunque se presenten en hombres
y mujeres cuyas vidas no traspasan las lindes de lo local; son universales en
el habitante de las grandes ciudades, en el de la jungla americana o en el de
los iglús esquimales.
Todo lo dicho hasta
ahora se resume en estas pocas palabras: si bien el cuentista tiene que tomar
un hecho y aislarlo de sus apariencias para construir sobre él su obra, no
basta para el caso un hecho cualquiera; debe ser un hecho humano o que conmueva
a los hombres, y debe tener categoría universal. De esa especie de hechos está
lleno el mundo; están llenos los días y las horas, y a donde quiera que el
cuentista vuelva los ojos hallará hechos que son buenos temas.
Ahora bien, si en
ocasiones esos hechos que nos rodean se presentan en tal forma que bastaría con
relatarlos para tener cuentos, lo cierto es que comúnmente el cuentista tiene
que estudiar el hecho para saber cual de sus ángulos servirá para el cuento. A veces
el cuento está determinado por la mecánica misma del hecho, pero también puede
estarlo por su esencia, por sus motivaciones o por su apariencia formal. Un
ladronzuelo cogido in fraganti puede dar un cuento excelente si quien lo
sorprende robando es un hermano, agente de policía o si la causa del robo es el
hambre de la madre del descuidero; y puede ser también un magnífico cuento si
se trata del primer robo del autor que supone traspasar la barrera que hay
entre el mundo normal y el mundo de los delincuentes. En los tres casos el
hecho-tema sería distinto; en el primero, se hallaría en la circunstancia de
que el hermano del ladrón es agente de policía; en el segundo, el hambre de la
madre; en el tercero, el desgarrón psicológico. De donde puede colegirse por qué
hemos insistido en que el hecho que sirve de tema debe estar libre de
apariencias y de todo cuanto no sea expresión legítima de su sustancia. Pues en
estos tres posibles cuentos el tema parece ser la captura del ladronzuelo
mientras roba, y resulta que hay tres temas distintos, y en los tres la captura
del joven delincuente es un camino hacia el corazón del hecho-tema.
Aprender a ver un tema,
saber seleccionarlo, y aún entro de él hallar el aspecto útil para desarrollar
el cuento, es parte importantísima en el arte de escribir cuentos. La rígida disciplina mental y
emocional que el cuentista ejerce sobre sí mismo comienza a actuar en el acto e
escoger el tema. Los personajes de una novela contribuyen en la redacción del
relato por cuanto sus caracteres, una vez creados, determinan en mucho el curso
de la acción. Pero en el cuento toda la
obra es del cuentista y esa obra está determinada sobre todo por la calidad del
tema. Antes de sentarse a escribir la primera palabra, el cuentista debe tener
una idea precisa de cómo va a desenvolver su obra. Si esta regla no se sigue,
el resultado será débil. Por caso de adivinación, en un cuentista nato de gran
poder, puede darse un cuento muy bueno sin seguir esta regla; pero ni aún el
mismo autor podrá garantizar de antemano qué saldrá de su trabajo cuando ponga
la palabra final. En cambio, otra cosa sucede si el cuentista trabaja
conscientemente y organiza su construcción al nivel del tema que elige.
Así como en la novela
la acción está determinada por los caracteres de sus protagonistas, en el
cuento el tema da la acción. La diferencia más drástica entre el novelista y el
cuentista se halla en que aquel sigue a sus personajes mientras que éste tiene
que gobernarlos. La acción del cuento está determinada por el tema pero tiene
que ser dictatorialmente regida por el cuentista; no puede desbordarse ni
cumplirse en todas sus posibilidades, sino únicamente en los términos estrictamente
imprescindibles al desenvolvimiento del cuento y entrañablemente vinculados al
tema. Los personajes de una novela pueden dedicar diez minutos a hablar de un
cuadro que no tiene función en la trama de la novela; en un cuento no debe
mencionarse siquiera un cuadro si él no es parte importante en el curso de la
acción.
El cuento es el tigre
de la fauna literaria; si le sobra un kilo de grasa o de carne, no podrá
garantizar la cacería de sus víctimas. Huesos, músculos, piel, colmillos y
garras nada más, el tigre está creado para atacar y dominar a las otras bestias
de la selva. Cuando los años le agregan grasa a su peso, le restan elasticidad
en los músculos, aflojan sus colmillos o debilitan sus poderosas garras, el
majestuoso tigre se halla condenado a morir de hambre.
El cuentista debe tener
alma de tigre para lanzarse contra el lector e instinto de tigre para
seleccionar el tema y calcula con exactitud a qué distancia está su
víctima con qué fuerza debe precipitarse
sobre ella. Pues sucede que en la oculta trama de este arte difícil que es
escribir cuentos, el lector y el tema tienen un mismo corazón. Se dispara a uno
para herir a otro. Al dar su salto asesino hacia el tema, el tigre de la fauna
literaria está saltando también sobre el lector.
Caracas, Venezuela, 1958.
Tomado de la presentación de su libro 'Cuentos escritos en el exilio'.
No hay comentarios:
Publicar un comentario