miércoles, 23 de mayo de 2018

El cuento (III)


Juan Bosch

Hay una acepción del vocablo estilo que lo identifica con el modo, la forma, la manera particular de hacer algo. Según ella, el uso, la práctica o la costumbre en la ejecución de ésta o aquella obra implica un conjunto de reglas que debe ser tomado en cuenta a la hora de realizar esa obra.

¿Se conoce algún estilo, en el sentido de modo o forma, en la tarea de escribir cuentos?
Sí. Pero como cada cuento es un universo en sí mismo, que demanda el don creador en quien lo realiza, hagamos desde este momento una distinción precisa: el escritor de cuentos es un artista; y para el artista –sea cuentista, novelista, poeta, escultor, pintor, músico- las reglas son leyes misteriosas, escritas para él por un senado sagrado que nadie conoce; y esas leyes son ineludibles.

Cada forma, en arte, es producto de una suma de reglas, y en cada conjunto de reglas hay divisiones: las que dan a una obra su carácter como género, y las que rigen la materia con que se realiza. Unas y otras se mezclan para formar el todo de la obra artística, pero las que gobiernan la materia con que esa obra se realiza resultan determinantes en la manera peculiar de expresarse que tiene el artista. En el caso del autor de cuentos, el medio de creación de que se sirve es la lengua, cuyo mecanismo debe conocer a cabalidad.

Del conjunto de reglas hagamos abstracción de las que gobiernan la materia expresiva. Esas son el bagaje primario del artista, y con frecuencia él las domina sin haberlas estudiado a fondo. Especialmente en el caso de la lengua, parece no haber duda de que el escritor nato trae al mundo un conocimiento instintivo de su mecanismo que a menudo resulta sorprendente, aunque tampoco parece haber duda de que este don mejora mucho cuando el conocimiento instintivo se lleva a la conciencia por la vía del estudio.

Hagamos abstracción de las reglas que se refieren a la manera peculiar de expresarse de cada autor. Ellas forman el estilo personal, dan el sello individual, la marca divina que distingue al artista entre la multitud de sus pares.

Quedémonos por ahora con las reglas que confieren carácter a un género dado; en nuestro caso, el cuento. Esas reglas establecen la forma, el modo de producir un cuento.

La forma es importante en todo arte. Desde muy antiguo se sabe que en lo que atañe a la tarea de crearla, la expresión artística se descompone en dos factores fundamentales: tema y forma. En algunas artes la forma tiene más valor que el tema; ese es el caso de la escultura, la pintura y la poesía, sobre todo en los últimos tiempos.

La estrecha relación de todas las artes entre sí, determinada por el carácter que le imprime al artista la actitud del conglomerado social ante los problemas de su tiempo –de su generación-, nos lleva  a tomar nota de que a menudo un cambio en el estilo de ciertos géneros artísticos influye en el estilo de otros. No nos hallamos ahora en el caso de investigar si en realidad se produce esa influencia con intensidad decisiva o si todas las artes cambian de estilo a causa de cambios profundos introducidos en la sensibilidad social por otros factores. Pero debemos admitir que hay influencias. Aunque estamos hablando del cuento, anotemos de paso que la escultura, la pintura y la poesía de hoy se realizan con la vista puesta en la forma más que en el tema. Esto puede parecer una observación estrafalaria, dado que precisamente esas artes han escapado a las leyes de la forma al abandonar sus antiguos modos de expresión. Pero en realidad, lo que abandonaron fue su sujeción al tema para entregarse exclusivamente a la forma. La pintura y la escultura abstractas son sólo materia y forma, y el sueño de sus cultivadores es expulsar el tema en ambos géneros. La poesía actual se inclina a quedar sólo con las palabras y la manera de usarlas, al grado que muchos poemas modernos que emocionan no resistirían un análisis del tema que llevan dentro.

Volveremos sobre este asunto más tarde. Por ahora recordemos que hay un arte en el que tema y forma tienen igual importancia en cualquier época: es la música-. No se concibe música sin tema, lo mismo en el Mozart del siglo XVIII que el Bartok del siglo XX. Por otra parte, el tema musical no podría existir sin la forma que lo expresa. Esta adecuación de tema y forma se explica debido a que la música debe ser interpretada por terceros.

Pero en la novela y en el cuento, que no tienen intérpretes sino espectadores del orden intelectual, el tema es más importante que la forma, y desde luego mucho más importante que el estilo con que el autor se expresa.

Todavía más: en el cuento el tema importa más que en la novela. Pues en su sentido estricto el cuento es el relato de un hecho, uno solo, y ese hecho –que es el tema- tiene que ser importante, debe tener importancia por sí mismo, no por la manera de presentarlo.

Antes dije que “un cuento no puede construirse sobre más de un hecho. El cuentista, como el aviador no levanta vuelo para ir a todas partes y ni siquiera a dos puntos a la vez; e igual que al aviador, se halla forzado a saber con seguridad a donde se dirige antes de poner la mano en las palabras que mueven su máquina”.

La convicción de que el cuento tiene que ceñirse a un hecho, y sólo a uno, es lo que me ha llevado a  definir el género como “el relato de un hecho que tiene indudable importancia”. A fin de evitar que el cuentista novel entendiera por hecho de indudable importancia un suceso poco común, expliqué en esa misma oportunidad que “la importancia del hecho es desde luego relativa; mas debe ser indudable, convincente para la generalidad de los lectores”; y más adelante decía que “importancia no quiere decir aquí novedad, caso insólito, acaecimiento singular. La propensión a escoger argumentos poco frecuentes como temas de cuentos puede conducir a una deformación similar a la que sufren en su estructura muscular los profesionales del atletismo”.

Hasta ahora se ha tenido la brevedad como una de las leyes fundamentales del cuento. Pero la brevedad es una consecuencia natural de la esencia misma del género, no un requisito de la forma. El cuento es breve porque se halla limitado a relatar un hecho y nada más que uno- el cuento puede ser largo, y hasta muy largo, si se mantiene como relato de un solo hecho. No importa que un cuento esté escrito en cuarenta páginas, en sesenta, en ciento diez; siempre conservará sus características si es el relato de un solo acontecimiento, así como no las tendrá si se dedica a relatar más de uno, aunque lo haga en una sola página.

Es probable que el cuento largo se desarrolle en el porvenir como el tipo de obra literaria de más difusión, pues el cuento tiene la posibilidad de llegar al nivel épico sin correr el riesgo de meterse en el terreno de la epopeya, y alcanzar ese nivel con personajes y ambientes cotidianos, fuera de las fronteras de la historia y en prosa monda y lironda, es casi un milagro que confiere al cuento una categoría artística en verdad extraordinaria. (*)

“El arte del cuento consiste en situarse frente a un hecho y dirigirse a él resueltamente, sin darles caracteres de hecho a los sucesos que marcan el camino hacia el hecho…” dije antes. Obsérvese que el novelista sí da caracteres de hecho a los sucesos que marcan el camino hacia el hecho central que sirve de tema a su relato; y es la descripción de esos sucesos -a los que podemos calificar de secundarios- y su entrelazamiento con el suceso principal, lo que hace de la novela un género de dimensiones mayores, de ambiente más variado, personajes más numerosos y tiempo más largo que el cuento.

El tiempo del cuento es corto y concentrado. Esto se debe a que es el tiempo en que acaece un hecho –uno solo, repetimos-, y el uso de este tiempo en función de caldo vital del relato exige del cuentista una capacidad especial para tomar el hecho en su esencia, en las líneas más puras de la acción.

Es ahí en lo que podríamos llamar el poder de expresar la acción sin desvirtuarla con palabras, donde está el secreto de que el cuento pueda elevarse a niveles épicos. Thomas Mann sintió el aliento épico en algunos cuentos de Chejov –y sin duda de otros autores-, pero no dejó constancia de que conociera la causa de ese aliento. La causa está en que la epopeya es el relato de los actos heroicos, y el que los ejecuta –el héroe- es un artista de la acción; así, si mediante la virtud de describir la acción pura, un cuentista lleva a categoría épica el relato de un hecho realizado por hombres y mujeres que no son héroes en el sentido convencional de la palabra, el cuentista tiene el don de crear la atmósfera de la epopeya sin verse obligado a recurrir a los grandes actores del drama histórico y a los episodios en que figuraron.

¿No es esto un privilegio en el mundo del arte? Aunque hayamos dicho que en el cuento el tema importa más que la forma, debemos reconocer que hay una forma –en cuanto manera, uso o práctica de hacer algo- para poder expresar la acción pura, y que sin sujetarse a ella no haya cuento de calidad. La mayor importancia del tema en el género cuento no significa, pues, que la forma pueda ser manejada a capricho por el aspirante a cuentista. Si lo fuera, ¿Cómo podríamos distinguir entre cuento, novela e historia, géneros parecidos pero diferentes?

A pesar de la familiaridad de los géneros, una novela no puede ser escrita con forma de cuento o de historia, ni un cuento con forma de novela o de relato histórico, ni una historia como si fuera novela o cuento.

Para el cuento hay una forma. ¿Cómo se explica, pues, que en los últimos tiempos, en la lengua española –porque no conocemos caso parecido en otros idiomas- se pretenda escribir cuentos que no son cuentos en el orden estricto del vocablo?

Un eminente crítico chileno escribió hace algunos años que “junto al cuento tradicional, el cuento que puede contarse”, con principio, medio y fin, el conocido y clásico, existen otros que flotan, elásticos, vagos, sin contornos definidos ni organización rigurosa. Son interesantísimos y, a veces, de una extremada delicadeza; superan a menudo a sus parientes de antigua prosapia; pero ¿cómo negarlo, cómo discutirlo?. Ocurre que no son cuentos; son otras cosas: divagaciones, relatos, cuadros, escenas, retratos imaginarios, estampas, trozos o momentos de vida; son y pueden ser mil cosas más; pero, insistimos, no son cuentos, no deben llamarse cuentos. Las palabras, los nombres, los títulos, calificaciones y clasificaciones tienen por objeto aclarar y distinguir, no obscurecer o confundir las cosas. Por eso al pan conviene llamarlo pan. Y al cuento cuento?. (**)

Pero sucede que como hemos dicho hace poco, un cambio en el estilo de ciertos géneros artísticos se refleja en el estilo de otros. La pintura, la escultura y la poesía están dirigiéndose desde hace algún tiempo a la síntesis de materia y forma, con abandono del tema; y esta actitud de pintores, escultores y poetas ha influido en la concepción del cuento americano, o el cuento de nuestra lengua ha resultado influido por las mismas causas que han determinado el cambio de estilo en pintura, escultura y poesía.

Por una o por otra razón, en los cuentistas nuevos de América se advierte una marcada inclinación a la idea de que el cuento debe acumular imágenes literarias sin relación con el tema. Se aspira a crear un tipo de cuento –el llamado “cuento abstracto”-, que acaso podrá llegar a ser un género literario, nuevo, producto de nuestro agitado y confuso siglo XX, pero que no es ni será cuento.

Ahora bien, ¿cuál es la forma del cuento?
En apariencia, la forma está implícita en el tipo de cuento que se quiera escribir, los hay que se dirigen a relatar una acción, sin más consecuencias; los hay cuya finalidad es delinear un carácter o destacar el aspecto saliente de una personalidad; otros ponen de manifiesto problemas sociales, políticos, emocionales, colectivos o individuales; otros buscan conmover al lector, sacudiendo su sensibilidad con la presentación de un hecho trágico o dramático; los hay humorísticos, tiernos, de ideas. Y desde luego, en cada caso el cuentista tiene que ir desenvolviendo el tema en forma apropiada a los fines que persigue.

Pero esa forma es la de cada cuento y cada autor; la que cambia y se ajusta no sólo al tipo de cuento que s escribe sino también a la manera  de escribir del cuentista. Diez cuentistas diferentes pueden escribir diez cuentos dramáticos, tiernos, humorísticos, con diez temas distintos y con diez formas de expresión que no se parezcan entre sí; y los diez cuentos pueden ser diez obras maestras.

Hay, sin embargo, una forma sustancial; la profunda, la que el lector corriente no aprecia, a pesar de que a ella y sólo a ella se debe que el cuento que está leyendo le mantenga hechizado y atento al curso de la acción que va desarrollándose en el relato o al destino de los personajes que figuran en él. De manera intuitiva o consciente, esa forma ha sido cultivada con esmero por todos los maestros del cuento.

Esa forma tiene dos leyes ineludibles, iguales para el cuento hablado y para el escrito; que no cambian porque el cuento sea dramático, trágico, humorístico, social, tierno, de ideas, superficial o profundo; que rigen el alma del género lo mismo cuando los personajes son ficticios que cuando son reales, cuando son animales o plantas, agua o aire, seres humanos, aristócratas, artista o peones.
La primera ley es la ley de la fluencia constante.

La acción no puede detenerse jamás; tiene que correr con libertad en el cauce que le haya fijado el cuentista, dirigiéndose sin cesar al fin que persigue el autor; debe correr sin obstáculos y sin meandros, debe moverse al ritmo que imponga el tema –más lento, más vivaz-, pero moverse siempre. La acción puede ser objetiva o subjetiva, externa o interna, física o psicológica; puede incluso ocultar el hecho que sirve de tema si el cuentista desea sorprendernos con un final inesperado. Pero no puede detenerse.

Es en la acción donde está la sustancia del cuento. Un cuento tierno debe ser tierno porque la acción en sí misma tenga cualidad de ternura, no porque las palabras con que se escribe el relato aspiren a expresar ternura; un cuento dramático lo es debido a la categoría dramática del hecho que le da vida, no por el valor literario de las imágenes que lo exponen. Así, pues, la acción por sí misma, y por su única virtualidad, es lo que forma el cuento. Por tanto, la acción debe producirse sin estorbos, sin que el cuentista se entrometa en su discurrir buscando impresionar al lector con palabras ajenas al hecho para convencerlo de que el autor ha captado bien la atmósfera del suceso.

La segunda ley se infiere de lo que acabamos de decir y puede expresarse así: el cuentista debe usar sólo las palabras indispensables para expresar acción.

La palabra puede exponer la acción, pero no puede suplantarla. Miles de frases son incapaces de decir tanto como una acción. En el cuento, la frase justa y necesaria es la que dé paso a la acción, en el estado de mayor pureza que pueda ser compatible con la tarea de expresarla a través de palabras y con la manera peculiar que tenga cada cuentista de usar su propio léxico.

Toda palabra que no sea esencial al fin que se ha propuesto el cuentista resta fuerza a la dinámica del cuento y por tanto lo hiere en el centro mismo de su alma. Puesto que el cuentista debe ceñir su relato al tratamiento de un solo hecho –y de no ser así no está escribiendo un cuento-, no se halla autorizado a desviarse de él con frases que alejen al lector del cauce que sigue la acción.

Podemos comparar el cuento con un hombre que sale de su casa a evacuar una diligencia. Antes de salir ha pensado por dónde irá, qué calles tomará, qué vehículo usará; a quién se dirigirá, qué le dirá. Lleva un propósito conocido. No ha salido a ver qué encuentra, sino que sabe lo que busca.

Ese hombre no se parece al que divaga, pasea; se entretiene mirando flores en un parque, oyendo hablar a dos niños, observando una bella mujer que pasa; entra en un museo para matar el tiempo; se mueve de cuadro en cuadro; admira aquí el estilo impresionista de un pintor y más allá el arte abstracto de otro. 

Entre esos dos hombres, el modelo del cuentista debe ser el primero, el que se ha puesto en acción para alcanzar algo. También el cuento es un tema en acción para llegar a un punto. Y así como los actos del hombre de marras están gobernados por sus necesidades, así la forma del cuento está regida por su naturaleza activa.

En la naturaleza activa del cuento reside su poder de atracción, que alcanza a todos los hombres de todas las razas en todos los tiempos.

Caracas, septiembre de 1958.

(*) Debemos esta aguda observación a Thomas Mann, quien en “Ensayo sobre Chejov”, traducción de Aquilino Duque (en Revista Nacional de Cultura, Caracas, Venezuela, marzo-abril de 1960, pág. 52 y siguientes), dice que Chejov había sido para él “un hombre de la forma pequeña, de la narración breve que no exigía la heroica perseverancia de años y decenios, sino que podía ser liquidada en unos días o unas semanas por cualquier frívolo del Arte. Por todo esto abrigaba yo un cierto menosprecio (por la obra de Chejov), sin acabar de apercibirme de la dimensión interna, de la fuerza genial que logran lo breve y lo sucinto que en su caso admirable concisión encierran toda la plenitud de la vida y se elevan decididamente a un nivel épico…”

(**) Alone (Hernán Díaz Arrieta), “Crónica Literaria”, en “El Mercurio”, Santiago de Chile 21 de agosto de 1955.




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