Juan Bosch
El cuento es un género antiquísimo, que a través de los siglos ha tenido y mantenido el favor del público. Su influencia en el desarrollo de la sensibilidad general puede ser muy grande, y por tal razón el cuentista debe sentirse responsable de lo que escribe, como si fuera un maestro de emociones o de ideas.
Lo primero que debe
aclarar una persona que se inclina a escribir cuentos es la intensidad de su
vocación. Nadie que no tenga vocación de cuentista puede llegar a escribir
buenos cuentos. Lo segundo se refiere al género. ¿Qué es un cuento? La respuesta
ha resultado tan difícil que a menudo ha sido soslayada incluso por críticos
excelentes, pero puede afirmarse que un cuento es el relato de un hecho que
tiene indudable importancia. La importancia del hecho es desde luego relativa,
mas debe ser indudable, convincente para la generalidad de los lectores. Si el
suceso que forma el meollo del cuento carece de importancia, lo que se escribe
puede ser un cuadro, una escena, una estampa, pero no es un cuento.
“Importancia” no quiere
decir aquí novedad, caso insólito, acaecimiento singular. La propensión a
escoger argumentos poco frecuentes como tema de cuentos puede conducir a una
deformación similar a la que sufren en su estructura muscular los profesionales
del atletismo. Un niño que va a la escuela no es materia propicia para un
cuento, porque no hay nada importante en su viaje diario a las clases; pero hay
sustancia para el cuento si el autobús en que va el niño se vuelca o choca, o
si al llegar a la escuela el niño halla que el maestro está enfermo o el
edificio escolar se ha quemado la noche anterior.
Aprender a discernir
dónde hay un tema para cuento es parte esencial de la técnica. Esa técnica es
el oficio peculiar con que se trabaja el esqueleto de toda obra de creación; es
la “tekne” de los griegos o, si se quiere, la parte de artesanado
imprescindible en el bagaje del artista.
A menos que se trate de
un caso excepcional, un buen escritor de cuentos tarda años en dominar la
técnica del género, y la técnica se adquiere con la práctica más que con
estudios. Pero nunca debe olvidarse que el género tiene una técnica y que ésta
debe conocerse a fondo. Cuento quiere decir llevar cuenta de un hecho. La palabra
proviene del latín computus, y es inútil el tratar de rehuir el significado
esencial que late en el origen de los vocablos. Una persona puede llevar cuenta
de algo con números romanos, con números árabes, con signos algebraicos; pero
tiene que llevar esa cuenta. No puede olvidar ciertas cantidades o ignorar
determinados valores. Llevar cuenta es ir ceñido al hecho que se computa. El que
no sabe llevar con palabras la cuenta de un suceso, no es cuentista.
De paso diremos que una
vez adquirida la técnica, el cuentista puede escoger su propio camino, ser “hermético”
o “figurativo” como se dice ahora, o lo que es lo mismo, subjetivo u objetivo;
aplicar su estilo personal, presentar su obra desde su ángulo individual;
expresarse como él crea que debe hacerlo. Pero no debe echarse en olvido que el
género, reconocido como el más difícil en todos los idiomas, no tolera
innovaciones sino de los autores que lo dominan en lo más esencial de su
estructura.
El interés que
despierta el cuento puede medirse por los juicios que les merece a críticos,
cuentistas y aficionados. Se dice a menudo que el cuento es una novela en síntesis
y que la novela requiere más aliento en el que la escribe. En realidad los dos
géneros son dos cosas distintas; y es más difícil lograr un buen libro de
cuentos que una novela buena. Comparar diez páginas de cuento con las
doscientas cincuenta de una novela es una ligereza. Una novela de esa dimensión
puede escribirse en dos meses; un libro de cuentos, que sea bueno y que tenga
doscientas cincuenta páginas, no se logra en tan corto tiempo. La diferencia
fundamental entre un género y el otro está en la dirección, la novela es
extensa; el cuento es intenso.
El novelista crea
caracteres y a menudo sucede que esos caracteres se le rebelan al autor y actúan
conforme a sus propias naturalezas de manera que con frecuencia una novela no
termina como el novelita lo había planeado, si no como los personajes de la
obra lo determinan con sus hechos. En el cuento, la situación es diferente; el
cuento tiene que ser obra exclusiva del cuentista. Él es el padre y el dictador
de sus criaturas, no puede dejarlas libres ni tolerarles rebeliones. Esa voluntad
de predominio del cuentista sobre sus personajes es lo que se traduce en tensión
y por tanto en intensidad. La intensidad de un cuento no es producto obligado,
como ha dicho alguien, de su corta extensión; es el fruto de la voluntad
sostenida con que el cuentista trabaja su obra. Probablemente es ahí donde se
halla la causa de que el género sea tan difícil, pues el cuentista necesita
ejercer sobre sí mismo una vigilancia constante que no se logra sin disciplina
mental y emocional; y eso no es fácil.
Fundamentalmente, el
estado de ánimo del cuentista tiene que ser el mismo para recoger su material
que para escribir. Seleccionar la materia de un cuento demanda esfuerzo,
capacidad de concentración y trabajo de análisis. A menudo parece más atrayente
tal tema que tal otro; pero el tema debe ser visto no en su estado primitivo,
sino como si estuviera ya elaborado. El cuentista debe ver desde el primer
momento su material organizado en tema, como si ya estuviera el cuento escrito,
lo cual requiere casi tanta tensión como escribir.
El verdadero cuentista
dedica muchas horas de su vida a estudiar la técnica del género, al grado que
logre dominarla de la misma forma en que el pintor consciente domina la
pincelada: la da, no tiene que premeditarla. Esa técnica no implica, como se
piensa con frecuencia, el final sorprendente. Lo fundamental en ella es
mantener vivo el interés del lector y por lo tanto sostener sin caídas la
tensión, la fuerza interior con que el suceso va reproduciéndose. El final sorprendente
no es una condición imprescindible en el buen cuento. Hay grandes cuentistas
como Antón Chéjov, que apenas lo usaron. “A la deriva”, de Horacio Quiroga, no
lo tiene, y es una pieza magistral. Un final sorprendente impuesto a la fuerza
destruye otras buenas condiciones en un cuento. Ahora bien, el cuento debe
tener su final natural como debe tener su principio.
No importa que el
cuento sea subjetivo u objetivo; que el estilo del autor sea deliberadamente
claro u oscuro, directo o indirecto; el cuento debe comenzar interesando al
lector. Una vez cogido en ese interés el lector está en manos del cuentista y
éste no debe soltarlo más. A partir del principio el cuentista debe ser implacable
con el sujeto de su obra; lo conducirá sin piedad hacia el destino que
previamente le ha trazado; no le permitirá el menor desvío. Una sola frase, aun
siendo de tres palabras, que no esté lógica y entrañablemente justificada en
ese destino manchará el cuento y le quitará esplendor y fuerza. Kipling refiere
que para él era más importante lo que tachaba que lo que dejaba; Quiroga afirma
que un cuento es una flecha disparada hacia un blanco, y ya se sabe que la
flecha que se desvía no llega al blanco.
La manera natural de
comenzar un cuento fue siempre el “había una vez” o “érase una vez”. Esa corta
frase tenía –y tiene aún en la gente del pueblo- un valor de conjuro; ella sola
bastaba a despertar el interés de los que rodeaban al relator de cuentos. En su
origen, el cuento no empezaba con descripciones
de paisajes, a menos que se tratara de un paisaje descrito con escasas
palabras para justificar la presencia o la acción el protagonista; comenzaba
por éste, y pintándolo en actividad. Aun hoy, esa manera de comenzar es buena. El
cuento debe iniciarse con el protagonista en acción, física o psicológica, pero
acción; el principio no debe hallarse a mucha distancia del meollo mismo del
cuento, a fin de evitar que el lector se canse.
Saber comenzar un
cuento es tan importante como saber terminarlo. El cuentista serio estudia y
practica sin descanso la entrada del cuento. Es en la primera frase donde está
el hechizo de un buen cuento; ella determina el ritmo y la tensión de la pieza.
Un cuento que comienza bien casi siempre termina bien. El autor queda
comprometido consigo mismo a mantener el nivel de su creación a la altura en
que la inició. Hay una sola manera de empezar un cuento con acierto. Despertando
de golpe el interés del lector. El antiguo “había una vez” o “érase una vez”
tiene que ser suplido con algo que tenga su mismo valor de conjuro. El cuentista
joven debe estudiar con detenimiento la manera en que inician sus cuentos los
grandes maestros; debe leer, uno por uno, los primeros párrafos de los mejores
cuentos de Maupassant, de Kipling, de Sherwood Anderson, de Quiroga, que fue
quizá el más consciente de todos ellos en lo que a la técnica del cuento se
refiere.
Comenzar bien un cuento
y llevarlo hacia su final sin una digresión, sin una debilidad, sin un desvío:
he ahí en pocas palabras el núcleo de la técnica del cuento. Quien sepa hacer
eso tiene le oficio de cuentista, conoce la “tekne” del género. El oficio es la
parte formal de la tarea, pero quien no domine ese lado formal no llegará a ser
buen cuentista. Sólo el que lo domine podrá transformar el cuento, mejorarlo
con una nueva modalidad, iluminarlo con el toque de su personalidad creadora.
Ese oficio es necesario
para el que cuenta cuentos en un mercado árabe y para el que los escribe en una
biblioteca de París. No hay manera de conocerlo sin ejercerlo. Nadie nace
sabiéndolo, aunque en ocasiones un cuentista nato puede producir un buen cuento
por adivinación de artista. El oficio es obra del trabajo asiduo, de la
meditación constante, de la dedicación apasionada. Cuentistas de apreciables
cualidades para la narración han perdido su don porque mientras tuvieron dentro
de sí temas escribieron sin detenerse a estudiar la técnica del cuento y nunca
la dominaron; cuando la veta interior se agotó, les faltó la capacidad para
elaborar, con asuntos externos a su experiencia íntima, la delicada
arquitectura de un cuento. No adquirieron el oficio a tiempo, y sin el oficio
no podían construir.
En sus primeros tiempos
el cuentista crea en estado de semiinconsciencia. La acción se le impone; los
personajes y sus circunstancias le arrastran; un torrente de palabras luminosas
se lanza sobre él. Mientras ese estado de ánimo dura el cuentista tiene que ir
aprendiendo la técnica a fin de imponerse a ese mundo hermoso y desordenado que
abruma su mundo interior. El conocimiento de la técnica le permitirá señorearse
sobre la embriagante pasión como Yavé sobre el caos. Se halla en el momento
apropiado para estudiar los principios en que descansa la profesión de
cuentista, y debe hacerlo sin pérdida de tiempo. Los principios del género, no
importa lo que crean algunos cuentistas noveles, son inalterables; por lo
menos, en la medida en que la obra humana lo es.
La búsqueda y la
selección del material es una parte importante de la técnica; de la búsqueda y
de la selección saldrá el tema. Parece que esas dos palabras –búsqueda y
selección- implican lo mismo: buscar es seleccionar. Pero no es así para el cuentista.
Él buscará aquello que su alma desea; motivos campesinos o de mar, episodios de
hombres del pueblo o de niños, asuntos de amor o de trabajo. Una vez obtenido
el material, escogerá el que más se avenga con su concepto general de la vida y
con el tipo de cuento que se propone escribir.
Esa parte de la tarea
es sagradamente personal; nadie puede intervenir en ella. A menudo la gente se
acerca a novelistas y cuentistas para contarles cosas que le han sucedido, “temas
para novelas y cuentos”, que no interesan al escritor porque nada le dicen a su
sensibilidad. Ahora bien, si nadie debe intervenir en la selección el tema, hay
un consejo útil que dar a los cuentistas jóvenes: que estudien el material con
minuciosidad y seriedad; que estudien concienzudamente el escenario de su
cuento, el personaje y su ambiente, su mundo psicológico y el trabajo con que
se gana la vida.
Escribir cuentos es una
tarea seria y además hermosa. Arte difícil, tiene el premio en su propia
realización. Hay mucho que decir sobre él. Pero lo más importante es esto: El
que nace con la vocación de cuentista trae al mundo un don que está en la
obligación de poner al servicio de la sociedad. La única manera de cumplir con
esa obligación es desenvolviendo sus dotes naturales, y para lograrlo tiene que
aprender todo lo relativo a su oficio; qué es un cuento y que debe hacer para
escribir buenos cuentos. Si encara su vocación con seriedad, estudiará a
conciencia, trabajará, se afanará por dominar el género, que es sin duda muy
rebelde, pero dominable. Otros lo han logrado. Él también puede lograrlo.
Caracas, Venezuela, 1958.
Tomado de la presentación de su libro 'Cuentos escritos en el exilio'.
Caracas, Venezuela, 1958.
Tomado de la presentación de su libro 'Cuentos escritos en el exilio'.
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