viernes, 25 de mayo de 2018

Cuento dominicano siglo xx



I.                    Los precursores

El cuento en Santo Domingo tiene una larga tradición que se remonta a los mismos días de la colonia. A pesar de la prohibición metropolitana sobre la lectura y escritura de obras de imaginación, las tradiciones orales fueron muy abundantes durante varios siglos. Se ha dicho que los primeros cuentos del Nuevo Mundo nacieron en tierras de la Española, isla que entre sus numerosos blasones ostenta el de haber sido el primer escenario de varios cronistas de Indias que, como Pedro Mártir de Anglería, fray Ramón Pané, fray Bartolomé de las Casas y Gonzalo Fernández de Oviedo, entre otros, reunieron en sus obras muchos de los mitos y leyendas de los aborígenes. Esos libros fundacionales de la literatura hispanoamericana constituyen una rica cantera de informaciones sobre hábitos y costumbres, creencias religiosas y prácticas cotidianas de los taínos. En otras palabras, una fuente invaluable para conocer el pasado precolombino de nuestro pueblo; una vía para comprender lo que fuimos antes de la llegada de los conquistadores y de que se estableciera un orden nuevo que facilitó la implantación de la cultura hegemónica.

El cuento oral tiene entre nosotros una extensa y accidentada trayectoria. Muchos cuentos de nuestro folklore se han ido desvaneciendo con el paso de las generaciones, perdidos hoy en la memoria de viejos relatos de antaño que en la intimidad del bohío campesino, al caer la noche, bajo la luz de una jumiadora y mientras fumaban su cachimbo, solían narrar historias de fantasmas y cuentos de camino.
El primer cuento aparecido en la prensa dominicana, según refiere el historiador Emilio Rodríguez Demorizi, lo publicó don José Núñez de Cáceres en El Duende, el 29 de abril de 1821. Estábamos en la puerta del romanticismo, movimiento de hondas repercusiones en Europa y América. Los relatos dominicanos del siglo XIX responden a las orientaciones costumbristas y tradicionistas en boga, como lo prueba César Nicolás Penson en su conocida obra Cosas Añejas (1891), siguiendo las huellas de Ricardo Palma en sus Tradiciones peruanas (1872-1918).

En los albores del siglo xx fueron publicados tres libros que señalaban las principales vertientes del período: Risas y lágrimas (1901), de Virginia Elena de Ortea; Cuentos puertoplateños (1904), de José Ramón López, y Cuentos frágiles (1908), de Fabio Fiallo. Son autores de formación y orientaciones distintas, cuyas respectivas obras narrativas podrían ser consideradas como precursoras del género en la República Dominicana. Los relatos de Virginia Elena Ortea, que había publicado sus primeros poemas bajo seudónimo de Elena Kennedy, nombre de su abuela materna, siguen la línea del costumbrismo decimonónico, y oscilan entre el apólogo, la estampa, la anécdota pueblerina y el cuadro tradicionista en el que abundan personajes pintorescos.

En cambio, José Ramón López, periodista y pensador social de gran agudeza política, llamó “cuentos” a sus relatos de raíz popular, entre los que también incluye textos que desbordan la tipología convencional y que se acercan más a la novela breve y al teatro. Por su parte, Fabio Fiallo, tan romántico en su poesía, a la manera de Heine y de Bécquer, alcanza en sus cuentos modernistas un alto nivel de perfección formal. Son cuentos frágiles, como ha dicho Manuel Rueda, “pero hechos de un material tan resistente que la densidad del drama, en vez de romperlos, hace resaltar sus cualidades”, por eso, “el cuento dominicano alcanza, por primera vez en nuestra historia, un punto de sólido arranque con Fabio Fiallo. (…) Es un libro rico en tonos, ya lúgubres, ya leves, ya galantes, con piezas que anuncian la limpidez o la crudeza del cuento moderno”.

A fines de la segunda década y principios de la tercera del siglo se publicaron en la República Dominicana algunos cuentos que se alejaban completamente de la tradición impuesta por el costumbrismo y el criollismo. Dos escritores familiarizados con las corrientes literarias contemporáneas a través de lecturas y experiencias cosmopolitas en otras latitudes, transitaron nuevas rutas, desconocidas  hasta entonces en el país. Se trata de Tomás Hernández Franco y Julio Vega Batlle, considerados por Manuel Rueda como los dos primeros surrealistas dominicanos. En 1926, Hernández Franco publicó El hombre que había perdido su eje, con ilustraciones del pintor Jaime Colson; y Vega Batlle, en 1934, el cuento fantástico “El tren no expreso”, y en 1935 “El espejo ustorio”. Ninguno de los dos escritores permaneció en la corriente surrealista; fue solo una audacia literaria de juventud sin mayores consecuencias.

II. El arte narrativo de Juan Bosch

En la década de los treinta ocurre en la narrativa dominicana un acontecimiento extraordinario: la aparición de un cuentista destinado a convertirse en el maestro indiscutible del género en la República Dominicana y uno de los grandes en Hispanoamérica. Me refiero a Juan Bosch, que desde su primer libro, Camino real (1933), abrió una nueva ruta en nuestro país. El largo exilio del escritor vegano por tierras americanas, hasta su regreso en 1962, para convertirse, en diciembre de ese año, en el primer presidente constitucional de la República después de la caída de Trujillo, le permitiría publicar una serie de libros que constituyen verdaderas antologías que reúnen los mejores cuentos que escribió: Dos pesos de agua (1941), Ocho cuentos (1947), La muchacha de la Guaira (1955), Cuento de Navidad (1956) y Apuntes sobre el arte de escribir cuentos (1958). Cuando el escritor retornó a Santo Domingo, la Colección Pensamiento Dominicano divulgó, con nuevos títulos, sus textos capitales: Cuentos escritos en el exilio y Apuntes sobre el arte de escribir cuentos (1962), Más cuentos escritos en el exilio (1962), y el propio autor, en una edición especial de 1975, dio a conocer sus Cuentos escritos antes del exilio.

En mi ensayo “Juan Bosch o la creación perdurable”, he dicho que él se centra en el drama secular del campesino latinoamericano y su sed de justicia frente a la opresión latifundista. Haciendo caso omiso a una tradición que ya languidecía, Bosch, sabiamente, descarta la simple conmiseración con los humildes y los patéticos cuadros del intelectual de gabinete que exagera la realidad para conseguir un efecto sorprendente, y se sumerge en las profundidades de los conflictos que entraña la explotación humana. Su inmersión en las dolorosas realidades de la vida rural rescata de allí las esencias, presentándolas con una sobriedad impresionante que es mérito y garantía de permanencia en el tiempo. Él mismo lo ha dicho: “Lo importante no era cómo la gente vistiera o hablara o hiciera las cosas; sino cómo la gente sintiera”. En ese sentido, los cuentos de Bosch marcan una ruptura con la tradición narrativa dominicana. Deja, pues, los aspectos superfluos del habla campesina cibaeña, los detalles pintorescos, el folklorismo para turistas, las tarjetas postales que recogen lo más superficial de nuestra idiosincrasia, para desentrañar el alma de hombres y mujeres desheredados.

A diferencia de lo que ocurre con los personajes de Horacio Quiroga, de quien es heredero directo, los personajes de Bosch, aunque a veces están enfrentados a la naturaleza, no son devorados por ésta, pues su enemigo más temible no es la selva, inexistente en nuestro caso, sino el amo, el poderoso, el dueño de las tierras. La fatalidad en los cuentos de Bosch está íntimamente vinculada a la explotación y a todas sus aliadas, es decir, la miseria, la ignorancia, la superstición, la marginación social, o cualesquiera otras formas de iniquidad.

En los cuentos neorrealistas de Bosch no hay cabida para la felicidad ni los deleites del amor, situaciones que, de presentarse, pronto se desvanecen para dar paso al sufrimiento, que es lo único perdurable. A veces es un cuadro de miseria sobrecogedor (“En un bohío”), otras veces las injusticias que padecen los inmigrantes haitianos en nuestro suelo (“Luis Pie”), o la venganza contra los abusos (“El indio Manuel Sicuri”), o el suicidio (“La muchacha de la Guaira”), o los duros contrastes entre campo y ciudad (“Un niño”). En cualquier caso, se impone al lector, con fuerza avasalladora, el carácter verosímil de esas historias, contadas con la sobriedad y economía de recursos de un escritor cuya obra se caracteriza por su elocuente desnudez, como él mismo lo ha reconocido: “En los cuentos yo trataba de ser lo más escueto, lo menos torrencial e impetuoso: trataba de decir las cosas con el menor número de palabras”.
Juan Bosch crea sus cuentos de tal modo que nos encadena a ellos, sin darnos tregua ni respiro posible hasta el final. Esa tensión interna de la composición narrativa, esa fluencia constante, esa intensidad con que se desarrolla la acción, son los elementos que logran captar y mantener el interés del lector. Conseguir un entramado de gran atractivo con el mínimo de palabras es lo que le da ese toque característico al conjunto de su obra. Siempre he admirado en él esa maestría para ir a la esencia de las cosas y al corazón de los seres humanos, y para extraer de ellos los rasgos que puedan conmovernos, cambiando nuestra perspectiva de la realidad. También he admirado su espíritu solidario con lo mejor de la condición humana, su disposición de convertir la escritura en un acto de amor.

III.                Cuentistas contemporáneos de Bosch

Mientras se desarrolla la ejemplar trayectoria de Bosch en Cuba, Venezuela, Costa Rica y otros países del continente, en la República Dominicana aparecían, paralelamente, otras voces narrativas relevantes. Una de las más vigorosas fue la de Ramón Marrero Aristy, autor de Balsié (1938), libro de relatos que, junto con su novela Over (1939), forma parte de la más descarnada narrativa social dominicana. Marrero Aristy, escritor de trágico destino, asesinado por la dictadura a la que había servido, conoció como pocos la realidad de los ingenios azucareros y la explotación norteamericana, de las que dejó un testimonio lacerante. Otro destacado narrador fue Sócrates Nolasco, cuentista y antólogo, autor de Cuentos del sur (1939) y Cuentos cimarrones (1958), cuyas raíces populares hacen brotar en su obra un árbol frondoso, poblado de personajes diversos, campesinos sureños que comunican su drama humano en el habla característica de la región.

Entre 1930 y 1950 surgirían numerosos autores que cultivaron el cuento con mayor o menor constancia  y cuya obra no siempre evolucionó en la dirección que se vislumbraba en sus inicios. Algunos, como el poeta Vigil Díaz, creador del vedrinismo –movimiento de vanguardia de principios de siglo caracterizado por piruetas y atrevidos juegos verbales- retorna al ámbito de la tradición campesina en su libro Orégano (1949), año en el que, por el contrario, Ángel Rafael Lamarche exploraba las palpitaciones metropolitanas en Los cuentos que Nueva York no sabe, para convertirse así en un precursor de la narrativa de tema urbano en el país.

Ciertos narradores de la corriente realista, como José Rijo, autor de Floreo (1978), solo llegaron a reunir sus cuentos muchos años después de que aparecieran en revistas y periódicos. Otros, como Freddy Prestol Castillo, conocieron el éxito editorial no a través del cuento, sino de la novela. Su obra El masacre se pasa a pie (1973), escrita en plena dictadura de Trujillo y escondida bajo tierra durante años, para evitar la represión que de seguro se habría abatido sobre el escritor si hubiera sido conocida, fue la que le dio popularidad editorial doce años después del magnicidio. También a esa corriente realista que encuentra materiales en la vida rural pertenece Néstor Caro, autor de dos libros de cuentos importantes, Cielo negro (1950) y Sándalo (1957), en los que el ser humano se enfrenta a las adversidades de una marginalidad causada por el peso de una estructura agraria petrificada.

Un caso especial es el de Hilma Contreras. Oriunda de San Francisco de Macorís, provincia situada en el corazón del Cibao, tuvo una formación europea, sobre todo en Francia, donde se desarrolló personal e intelectualmente. Fue una de las pocas narradoras de envergadura de los tiempos de la Poesía Sorprendida. Su obra, breve y espaciada entre un título y otro, se inició con Cuatro cuentos (1953) y Doña Endrina de Catalayud (1953); continuó años después con El ojo de Dios: cuentos de la clandestinidad (1962), y prosiguió mucho más tarde con Entre dos silencios (1987) y Facetas de la vida (1993). Esta narradora ha venido realizando su oficio de cuentista sin alardes de ninguna índole, con una gran conciencia de su labor creativa, en la que no caben digresiones ni explicaciones inútiles, sino una intensidad lograda a base de una enorme economía de recursos, trazos definidos, sugerencias que favorecen la compleja ambigüedad humana. Justo a principios de 2002, a la edad de 91 años, Hilma Contreras recibió el Premio Nacional de Literatura, en reconocimiento a su obra creativa de toda una vida, siendo la primera mujer en obtenerlo.

Un recorrido como el que me he propuesto en esta exposición, que debe estar ceñida a la brevedad por su propia naturaleza, corre el riesgo de omitir autores de significación en la trayectoria del cuento dominicano en el siglo xx. Sin embargo, es obvio que no intento una cronología exhaustiva, ni un ensayo totalizador sobre el tema, sino apenas un cuadro ilustrativo de nuestra narrativa breve durante el siglo en que alcanzó su plenitud. Los decenios del treinta al cincuenta presentan una complejidad enorme a la hora de explicaciones pausibles, y un amplio abanico de escritores, desde los pocos que habían logrado escapar al exilio –como Bosch, Pedro Mir y Andrés F. Requena, aunque este último ni siquiera en el extranjero pudo escapar a la garra de la dictadura, siendo asesinado en New York en 1952-; hasta los que habían permanecido en la República Dominicana, escribiendo su obra siempre bajo los ojos de la censura.

Escritores como Manuel de Jesús Troncoso de la Concha (Narraciones dominicanas, 1951), Delia Weber  (Dora y otros cuentos, 1952), Ángel Hernández Acosta, Ramón Lacay Polanco (Punto sur, 1958), J. M. Sanz Lajara (El candado, 1959), entre otros, forman parte de ese variado calidoscopio de narradores que van del más acendrado tradicionismo practicado por Troncoso de la Concha, a la envolvente atmósfera de misterio y vagas premoniciones de Weber.

IV.                Los cuentos de Virgilio Díaz Grullón

En las postrimerías de la dictadura surgió un cuentista que iba a convertirse en uno de nuestros clásicos contemporáneos. Hablo de Virgilio Díaz Grullón, cuyo primer libro de cuentos, titulado Un día cualquiera (1958), marcó un cambio en la narrativa breve de la República Dominicana, por la ambientación urbana, el buceo en la subjetividad del ser humano y la perfección de la prosa. Aquel libro nos entrega esa atmósfera agobiante de finales de los cincuenta, a través de unos personajes condenados a sus circunstancias, incapaces de cambiar el curso de la historia, y profundamente amargados por la frustración y el desamparo. En ese primer libro mostró Díaz Grullón sus cualidades de narrador correcto, sobrio, preocupado por la factura de sus escritos, atento siempre al lenguaje y al desarrollo de sus historias.

En su segundo libro, Crónicas de Alto Cerro (1966), el autor entró en una nueva zona de su producción, al tiempo que fortalecía las líneas de su trabajo anterior. Díaz Grullón fue también uno de los primeros cuentistas nuestros en preocuparse por la psicología de sus personajes, en el sondeo del comportamiento humano a través de la ficción. Me atrevería a decir que él se sentía más a gusto cuando trabajaba con las motivaciones y los valores del individuo, que cuando manejaba la realidad objetiva que rodea a sus personajes. Por eso su narrativa pronto tomó la ruta de la introspección y el subconsciente, dos aspectos que han generado sus mejores cuentos.

Más allá del espejo (1975), tercer libro de cuentos de Díaz Grullón, nos acerca a las fantasías de su mundo interior. Ya había escrito cuentos de suspenso, de finales sorpresivos que cerraban perfectamente las historias, pero en esta última colección jugaba con la lógica de la absurdidad, con el otro que hay en todo ser humano, con la doble identidad de los espejos, en su agudo ensayo sobre este notable cuentista, Ángela Hernández ha señalado, con toda razón, que Virgilio Díaz Grullón “radiografía la existencia humana, dando en el blanco de sus recónditos sentidos, sin detenerse para nada en el detalle banal, ése que teje apariencias”.

V.                  Narrativa breve de la Generación del 60

La narrativa dominicana de la década de 1960, como casi toda la literatura nacional, se nutre de concepciones y prácticas que tienen sus raíces en movimientos y grupos de comienzos de siglo, como el postumismo, y de los años treinta (los llamados Poetas Independientes, principalmente Tomás Hernández Franco, Manuel del Cabral, Héctor Incháustegui Cabral y Pedro Mir, que también escribieron buenos relatos). Los años sesenta constituyeron un período de fuertes conflictos sociopolíticos desencadenados a partir de la decapitación de la dictadura de Trujillo. Época de luchas y cambios rápidos: el golpe de Estado contra Bosch en 1963, la guerra civil y la ocupación militar norteamericana en 1965, y la contrainsurgencia instrumentada en los doce años de Balaguer, a partir de 1966.

Mucho de lo escrito en aquellos años tiene ese carácter testimonial, nacionalista, maniqueo, contestatario, instrumental que caracteriza a las letras de cualquier país en épocas de grandes conmociones sociales. Los escritores de las nuevas promociones cubren un amplio registro de expresiones. El primero en encabezar la lista de narradores sería, a mi juicio, Marcio Veloz Maggiolo, que comenzó publicando poesía y pasó luego a novelas de corte bíblico, al modo de Pär Lagerkvist, en las que palpitaba su rebeldía antitrujillista. Veloz Maggiolo incursionó muy pronto en una narrativa descarnada, de clara connotación social, como se advierte en La vida no tiene nombre y Nosotros los suicidas  (1965).  En su protonovela De abril en adelante (1975), el autor disloca los supuestos tradicionales del arte de contar, al tiempo que nos ofrece una visión corrosivamente irónica de su sociedad. Posteriormente publicó su libro La fértil agonía del amor (1982), galardonado con el Premio Anual de Cuento, y en el año 2000 apareció su obra Cuentos para otros milenios. Antología personal, que considero una obra necesaria, esencial, muy esperada por quienes admiramos al autor, que es sin rivales, el narrador dominicano más fecundo y uno de los pocos cuentistas nuestros que conoce su oficio a fondo.

La narrativa de los años sesenta y setenta agrupa a una serie de autores de distintas edades y promociones literarias, que incluye poetas, dramaturgos, novelistas y críticos de cine. En la mayoría de ellos se advierten las influencias formales y experimentales del boom latinoamericano, y el afán, casi común a todo el grupo, de subvertir los cánones expresivos y desacralizar la tradición, con una mordacidad y una virulencia hasta entonces inéditas. Una labor en verdad febril se desató en Santo Domingo en esos años de ilusiones y expectativas culturales de toda índole, alimentada por los concursos de cuentos del grupo “La Máscara”, desde 1966. Y de 1977 hasta el presente, los de Casa de Teatro. Podría decirse que dichos certámenes cubren, durante los últimos cuarenta años, las luces y sombras del cuento dominicano, con su secreta o abierta lucha por los primeros lugares y la nombradía que otorgan los galardones.

Un puñado de narradores y libros esenciales tipifican la cuentística dominicana de aquellos años, en primer término, René del Risco Bermúdez, poeta y publicista, un promisorio talento malogrado en el accidente que le costó la vida en diciembre de 1972, autor de “Ahora que vuelvo, Ton”, cuento emblemático de su generación, incluido póstumamente en la colección titulada En el barrio no hay banderas (1974). A su lado, Miguel Alfonsea, otra inteligencia precoz, versátil y deslumbrante, que murió para la literatura a través de la evasión religiosa, autor de El enemigo (1970). En ambos casos, como asegura el poeta, crítico literario y también narrador Ramón Francisco, ambos fueron víctimas de la frustración generacional de haber perdido la guerra de abril, que en algunas jóvenes promesas de entonces ahogó la publicidad y en otros el alcohol.

Junto a René y Miguel, se encontraban Armando Almánzar, crítico de cine y narrador, también ganador en los primeros concursos de “La Máscara”, uno de los más prolíficos cuentistas del país, autor de Límite (1967) e Infancia feliz (1978, Premio Anual de Cuento); el dramaturgo y actor Iván García, autor de un libro de relatos sobre la experiencia de abril del 65, La guerra no es para nosotros (1979); Antonio Lockward Artiles, narrador, abogado y profesor universitario, autor de Hotel Cosmos (1966); Efraín Castillo, narrador, dramaturgo, publicista, y crítico de cine, cuyos cuentos han sido publicados en revistas y periódicos locales y quien ha sido galardonado con el Premio Anual de Cuento; así como Rubén Echavarría, Abel Fernández Mejía, Héctor Amarante y Enriquillo Sánchez.

VI.                Poetas y dramaturgos-narradores y cuentistas de los setenta

Sitúo en un lugar aparte a tres escritores que en ese período publicaron obras que no deben ser olvidadas, como el historiador y crítico Carlos Estevan Deive, quien publicó, en 1966, su libro Museo de diablos; Aída Cartagena Portalatín, que había surgido con el grupo de la Poesía Sorprendida, pero cuya obra adquirió nuevos matices a partir de 1962, época de La voz desatada, convirtiéndose en antóloga y promotora cultural. Su libro Tablero (1978), reúne una serie de relatos en los que aborda, sin mucha trascendencia literaria, el mundo de las mujeres. Mención especial merece el autor de Papeles de Sara y otros relatos (1985), el poeta y dramaturgo Manuel Rueda, ganador de dos premios del Concurso Casa de Teatro en 1978, con un par de cuentos completamente distintos, uno en la vertiente pluralista que él mismo creó (“La bella nerudeana”) y otro de corte realista (“De hombres y gallos”). Papeles de Sara y otros relatos, galardonado con el Premio Anual de Cuento, constituye un libro esencial, ajeno a toda pirotecnia verbal o alquimia literaria: un libro que nació y creció, no como el entretenimiento de un poeta en tiempo de vacaciones, que intenta  probar suerte en el peligroso terreno del relato, sino como la resultante de una necesidad de expresión hondamente sentida. Y en ese punto me parece conveniente decir que Rueda ha sido, hasta ahora, el único autor dominicano que ha conquistado en España el Premio Tirso de Molina, que le otorgara en 1995 el Instituto de Cooperación Iberoamericana, por su obra Retablo de la pasión y muerte de Juana la Loca.

La década de los setenta está muy bien representada por un selecto grupo de prolíficos narradores que se convierten en el relevo de la generación anterior, con libros que marcan las nuevas orientaciones de la cuentística dominicana, como el narrador y periodista Roberto Marcallé Abreu, gran conocedor de la vida del barrio de clase media baja (Las dos muertes de José Inirio, 1972); el crítico y dramaturgo Arturo Rodríguez Fernández, para quien el cine adquiere la dimensión de personaje (La búsqueda de los desencuentros, 1974); el cuentista, novelista y antólogo Pedro Peix, ganador de numerosos premios en el concurso de Casa de Teatro, así como el Anual de Cuento (Las locas de la plaza de los almendros, 1978); y Rafael Castillo Alba, autor de La viuda de Martín Contreras y otros cuentos (1980), Premio Anual de Cuento. He mencionado apenas la primera obra de cada uno de esos autores (excepto Castillo Alba, que sólo ha publicado una hasta ahora), quienes han continuado transitando, cada cual a su manera, por los accidentados caminos de nuestras letras, sin desmayar en sus empeños.

VII.              La cuentística de la crisis

En los años ochenta, una nueva promoción de narradores expresa las nuevas orientaciones de un período que algunos han denominado la década de la crisis, caracterizada por el aumento del éxodo poblacional del campo hacia las ciudades y de éstas al exterior, los malestares sociales provocados por la inflación y la inestabilidad económica, y el nuevo clima humano, caracterizado por el abatimiento espiritual, la drogadicción, el consumo galopante y el hedonismo como sentido de la existencia. Habían quedado atrás las viejas preocupaciones de la generación anterior (la dictadura, el golpe de Estado, la guerra civil), para dar paso a nuevas situaciones sociales y discusiones estéticas que encontraron su expresión en la obra de los jóvenes narradores.

Entre los cuentistas más connotados de la promoción de los ochenta figuran el poeta, narrador y publicista René Rodriguez Soriano; Ángela Hernández, que encuentra siempre en la memoria colectiva de Jarabacoa, su pueblo natal, motivos para unos cuentos escritos en una prosa de aliento poético (Masticar una rosa, 1993); el periodista y narrador Rafael García Romero, galardonado con varios concursos nacionales; Avelino Stanley, que ha sabido narrar el drama de los cocolos en nuestro país; así como Pedro Camilo, Rafael Peralta Romero y Fernando Valerio Holguín, entre otros.

También entre los ochenta y los noventa ven la luz varios libros de algunos escritores que provienen de ámbitos diversos, tanto por su formación profesional como por su principal quehacer literario. Tenemos el caso del novelista Pedro Vergés, ex Embajador dominicano en España, ganador, con su novela Sólo cenizas hallarás (bolero), 1980, del xv Premio Blasco Ibáñez. Cuando Vergés estuvo residiendo en Santo Domingo hace unos años, publicó varios cuentos en el suplemento literario Isla Abierta, que esperamos algún día pueda reunir en un libro. Otro escritor de valía es el poeta José Enrique García, autor de estampas, cuentos y una novela publicada por Alfaguara, cuyos personajes, sacados de las entrañas mismas del país, nos llegan a través de una acción bien manejada que no se diluye en la evocación poética (Contando lo que pasa, 1986).

Así mismo, Juan Manuel Prida Busto, economista, historiador y narrador, cuya cuentística se caracteriza por una visión onírica enraizada en realidades interiores. Construye un mundo de sueños y pesadillas, un mundo extraño en el que coexisten la evasión a regiones ignotas con premoniciones apocalípticas del futuro (Huellas de la niebla, 1990, Premio Anual de Cuento). Luis Arambilet, otro narrador de apreciable talento, publicó en 1978 el primer cuento dominicano escrito en tarjetas perforadas de computadoras. Sus mejores cuentos, en los que advertimos una mirada que amalgama la nostalgia y la ironía, la crítica social y el humor negro, recrean personajes y ambientes urbanos que todos conocemos, pero que él reinventa con nuevos perfiles (Los pétalos de la cayena, 1993, Premio Anual de Cuento). Entre los narradores jóvenes de hoy, quiero hacer constar la presencia refrescante, en nuestra cuentística, de Manuel Llibre Otero, oriundo de Santiago de los Caballeros, quien ha publicado la colección Serie de senos (1997).

En lo que respecta a las escritoras, no podía faltar Ligia Minaya, jurista y catedrática, autora de cuentos eróticos escritos en una prosa de elegante fluidez (El callejón de las flores, 1999, Premio Anual de Cuento). De igual modo, varias mujeres de distintas promociones que han incursionado en la narrativa breve, como la pianista y escritora Aída Bonnelly (Variaciones, 1984), Emelda Ramos, Emilia Pereyra –Semifinalista del Premio Planeta- y Jeannette Miller, gran exponente de la poesía de los sesenta y prestigiosa crítica de arte, quien avanza arrolladoramente con su libro Cuentos de mujeres (2004).

VIII.            Los cuentistas “novísimos”

En su selección titulada Última flor del naufragio. Antología de novísimos cuentistas dominicanos (1995), que reúne a diecinueve autores de los años noventa, Pedro Antonio Valdez afirma que la narrativa dominicana, “con su secuencia incesante de aciertos y desventuras, constituye la historia de un naufragio”. Conviene recordar ahora que Pedro Peix, en su antología de cuentistas, habló de “narrativa yugulada” para referirse al vacío en la continuidad del cuento nacional. Valdez, superando su pesimismo inicial, intenta tipificar las características del grupo de cuentistas de los años noventa, “los últimos del siglo como del milenio”, diciendo que la ruralidad cede a la internacionalización de la ciudad, la experimentación técnica deja de ser un instrumento de ruptura, hay pluralidad formal, se entronizan el erotismo, la angustia, la abstracción.

Los cuentistas de los noventa, en su mayoría, están aún en proceso de formación, tratando de ganar un espacio propio en la narrativa dominicana. Algunos son muy conocidos por su participación en certámenes y han obtenido galardones,  como Luis Martín Gómez (Dialecto, 1999), Pedro José Gris (Premio de Cuento Casa de Teatro 1991, no ha publicado libro en este género), Aurora Arias (Fin de mundo y otros relatos, 2000) y el propio Pedro Antonio Valdez (Papeles de Astarot, Premio Anual de Cuento, 1992); otros han decidido realizar una carrera literaria académica: tal es el caso de Pablo Jorge Mustonen, economista de profesión, que realizó maestría en literatura en la Universidad de Almería. Algún otro está en proceso de publicar su primer libro, como Luis A. Toirac, autor de La hiedra interior (2003).  

IX.                Nota sobre los escritores de la diáspora

Por último, están los narradores dominicanos de la diáspora, término que agrupa a los escritores que han salido del país y se encuentran activos en otros lugares. Debo admitir que he leído a unos cuantos, muy pocos, como José Carvajal, que vive en Nueva York (De barrio y de ciudad, 1990), y Viriato Sención, que desde hace años reside en la República Dominicana (La enana Celenia y otros cuentos, 1994).

Otros escriben en inglés, como la extraordinaria Julia Álvarez, autora de novelas que incluso han sido llevadas al cine con actrices tan populares como Salma Hayek (En el tiempo de las mariposas, 1995); o Junot Díaz, que con un solo libro ha logrado situarse en las páginas de prestigiosas revistas como The New Yorker y The Paris Review.  Debo admitir que, para mí, los libros de estos autores que escriben en inglés, no pueden prescindir de quien realiza las traducciones. El libro de Junot Díaz, titulado Drown (1996), palabra cuya traducción sería “ahogado”, más o menos, fue publicado por la editorial Grijalbo Mondadori, de Barcelona, como The Boys, mientras que en la traducción de Eduardo Lago para Vintage Books, se titula Negocios.

Algo similar ocurre con las obras de Julia Álvarez. En la traducción que en Barcelona hizo Jordi Gubern de la primera novela importante de Julia, De cómo las chicas García perdieron su acento (1994), los personajes usan el pronombre “vosotros”, que en Santo Domingo no sólo está ausente, sino que es impensable en ningún tipo de conversación o escrito. En la traducción argentina de En el tiempo de las mariposas, se habla de “bombachas” por pantaletas, “nafta” por gasolina, así como numerosos argentinismos que carecen de sentido para los dominicanos.

X.                  Final

Llego así al final de mi recorrido por el cuento dominicano siglo xx, sabiendo que he dejado pendientes para otra ocasión muchos temas, nombres y títulos que forman también parte de ese cuerpo variado, múltiple, heterogéneo, rico en matices y niveles de excelencia que es la narrativa breve de la República Dominicana. Si he logrado ofrecer por lo menos una noción del tema, un perfil aproximado de ese vasto y complejo universo del cuento dominicano del siglo xx, no sólo me daría por satisfecho, sino que me sentiría muy agradecido y ampliamente recompensado.


José Alcántara Almánzar

Tomado de su libro El lector apasionado. Ensayos sobre literatura. (2015), Santo Domingo, República Dominicana: Santuario.

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