I.
Los
precursores
El cuento en Santo Domingo tiene
una larga tradición que se remonta a los mismos días de la colonia. A pesar de
la prohibición metropolitana sobre la lectura y escritura de obras de
imaginación, las tradiciones orales fueron muy abundantes durante varios
siglos. Se ha dicho que los primeros cuentos del Nuevo Mundo nacieron en
tierras de la Española, isla que entre sus numerosos blasones ostenta el de
haber sido el primer escenario de varios cronistas de Indias que, como Pedro
Mártir de Anglería, fray Ramón Pané, fray Bartolomé de las Casas y Gonzalo
Fernández de Oviedo, entre otros, reunieron en sus obras muchos de los mitos y
leyendas de los aborígenes. Esos libros fundacionales de la literatura
hispanoamericana constituyen una rica cantera de informaciones sobre hábitos y
costumbres, creencias religiosas y prácticas cotidianas de los
taínos. En otras palabras, una fuente invaluable para conocer el pasado
precolombino de nuestro pueblo; una vía para comprender lo que fuimos antes de
la llegada de los conquistadores y de que se estableciera un orden nuevo que
facilitó la implantación de la cultura hegemónica.
El cuento oral tiene entre nosotros una extensa y accidentada
trayectoria. Muchos cuentos de nuestro folklore se han ido desvaneciendo con el
paso de las generaciones, perdidos hoy en la memoria de viejos relatos de
antaño que en la intimidad del bohío campesino, al caer la noche, bajo la luz
de una jumiadora y mientras fumaban su cachimbo, solían narrar historias de
fantasmas y cuentos de camino.
El primer cuento aparecido en la
prensa dominicana, según refiere el historiador Emilio Rodríguez Demorizi, lo
publicó don José Núñez de Cáceres en El
Duende, el 29 de abril de 1821. Estábamos en la puerta del romanticismo,
movimiento de hondas repercusiones en Europa y América. Los relatos dominicanos
del siglo XIX responden a las orientaciones costumbristas y tradicionistas en
boga, como lo prueba César Nicolás Penson en su conocida obra Cosas Añejas (1891), siguiendo las huellas de Ricardo Palma en
sus Tradiciones peruanas (1872-1918).
En los albores del siglo xx
fueron publicados tres libros que señalaban las principales vertientes del
período: Risas y lágrimas (1901), de
Virginia Elena de Ortea; Cuentos puertoplateños
(1904), de José Ramón López, y Cuentos
frágiles (1908), de Fabio Fiallo. Son autores de formación y orientaciones
distintas, cuyas respectivas obras narrativas podrían ser consideradas como
precursoras del género en la República Dominicana. Los relatos de Virginia
Elena Ortea, que había publicado sus primeros poemas bajo seudónimo de Elena
Kennedy, nombre de su abuela materna, siguen la línea del costumbrismo
decimonónico, y oscilan entre el apólogo, la estampa, la anécdota pueblerina y
el cuadro tradicionista en el que abundan personajes pintorescos.
En cambio, José Ramón López,
periodista y pensador social de gran agudeza política, llamó “cuentos” a sus
relatos de raíz popular, entre los que también incluye textos que desbordan la
tipología convencional y que se acercan más a la novela breve y al teatro. Por
su parte, Fabio Fiallo, tan romántico en su poesía, a la manera de Heine y de
Bécquer, alcanza en sus cuentos modernistas un alto nivel de perfección formal.
Son cuentos frágiles, como ha dicho Manuel Rueda, “pero hechos de un material
tan resistente que la densidad del drama, en vez de romperlos, hace resaltar
sus cualidades”, por eso, “el cuento dominicano alcanza, por primera vez en
nuestra historia, un punto de sólido arranque con Fabio Fiallo. (…) Es un libro
rico en tonos, ya lúgubres, ya leves, ya galantes, con piezas que anuncian la
limpidez o la crudeza del cuento moderno”.
A fines de la segunda década y
principios de la tercera del siglo se publicaron en la República Dominicana
algunos cuentos que se alejaban completamente de la tradición impuesta por el
costumbrismo y el criollismo. Dos escritores familiarizados con las corrientes
literarias contemporáneas a través de lecturas y experiencias cosmopolitas en
otras latitudes, transitaron nuevas rutas, desconocidas hasta entonces en el país. Se trata de Tomás
Hernández Franco y Julio Vega Batlle, considerados por Manuel Rueda como los
dos primeros surrealistas dominicanos. En 1926, Hernández Franco publicó El hombre que había perdido su eje, con
ilustraciones del pintor Jaime Colson; y Vega Batlle, en 1934, el cuento
fantástico “El tren no expreso”, y en
1935 “El espejo ustorio”. Ninguno de
los dos escritores permaneció en la corriente surrealista; fue solo una audacia
literaria de juventud sin mayores consecuencias.
II. El arte narrativo de Juan Bosch
En la década de los treinta
ocurre en la narrativa dominicana un acontecimiento extraordinario: la
aparición de un cuentista destinado a convertirse en el maestro indiscutible
del género en la República Dominicana y uno de los grandes en Hispanoamérica. Me refiero a Juan Bosch, que desde su primer libro, Camino real (1933), abrió una nueva ruta en nuestro país. El largo
exilio del escritor vegano por tierras americanas, hasta su regreso en 1962,
para convertirse, en diciembre de ese año, en el primer presidente
constitucional de la República después de la caída de Trujillo, le permitiría
publicar una serie de libros que constituyen verdaderas antologías que reúnen
los mejores cuentos que escribió: Dos
pesos de agua (1941), Ocho cuentos
(1947), La muchacha de la Guaira (1955),
Cuento de Navidad (1956) y Apuntes sobre el arte de escribir cuentos (1958).
Cuando el escritor retornó a Santo Domingo, la Colección Pensamiento Dominicano
divulgó, con nuevos títulos, sus textos capitales: Cuentos escritos en el exilio y Apuntes
sobre el arte de escribir cuentos (1962), Más cuentos escritos en el exilio (1962), y el propio autor, en una
edición especial de 1975, dio a conocer sus Cuentos
escritos antes del exilio.
En mi ensayo “Juan Bosch o la
creación perdurable”, he dicho que él se centra en el drama secular del
campesino latinoamericano y su sed de justicia frente a la opresión
latifundista. Haciendo caso omiso a una tradición que ya languidecía, Bosch,
sabiamente, descarta la simple conmiseración con los humildes y los patéticos
cuadros del intelectual de gabinete que exagera la realidad para conseguir un
efecto sorprendente, y se sumerge en las profundidades de los conflictos que
entraña la explotación humana. Su inmersión en las dolorosas
realidades de la vida rural rescata de allí las esencias, presentándolas con
una sobriedad impresionante que es mérito y garantía de permanencia en el
tiempo. Él mismo lo ha dicho: “Lo importante no era cómo la gente vistiera o
hablara o hiciera las cosas; sino cómo la gente sintiera”. En ese sentido, los
cuentos de Bosch marcan una ruptura con la tradición narrativa dominicana.
Deja, pues, los aspectos superfluos del habla campesina cibaeña, los detalles
pintorescos, el folklorismo para turistas, las tarjetas postales que recogen lo
más superficial de nuestra idiosincrasia, para desentrañar el alma de hombres y
mujeres desheredados.
A diferencia de lo que ocurre con
los personajes de Horacio Quiroga, de quien es heredero directo, los personajes
de Bosch, aunque a veces están enfrentados a la naturaleza, no son devorados
por ésta, pues su enemigo más temible no es la selva, inexistente en nuestro
caso, sino el amo, el poderoso, el dueño de las tierras. La fatalidad en los
cuentos de Bosch está íntimamente vinculada a la explotación y a todas sus
aliadas, es decir, la miseria, la ignorancia, la superstición, la marginación
social, o cualesquiera otras formas de iniquidad.
En los cuentos neorrealistas de
Bosch no hay cabida para la felicidad ni los deleites del amor, situaciones
que, de presentarse, pronto se desvanecen para dar paso al sufrimiento, que es
lo único perdurable. A veces es un cuadro de miseria sobrecogedor (“En un
bohío”), otras veces las injusticias que padecen los inmigrantes haitianos en
nuestro suelo (“Luis Pie”), o la venganza contra los abusos (“El indio Manuel
Sicuri”), o el suicidio (“La muchacha de la Guaira”), o los duros contrastes
entre campo y ciudad (“Un niño”). En cualquier caso, se impone al lector, con
fuerza avasalladora, el carácter verosímil de esas historias, contadas con la
sobriedad y economía de recursos de un escritor cuya obra se caracteriza por su
elocuente desnudez, como él mismo lo ha reconocido: “En los cuentos yo trataba
de ser lo más escueto, lo menos torrencial e impetuoso: trataba de decir las
cosas con el menor número de palabras”.
Juan Bosch crea sus cuentos de
tal modo que nos encadena a ellos, sin darnos tregua ni respiro posible hasta
el final. Esa tensión interna de la composición narrativa, esa fluencia
constante, esa intensidad con que se desarrolla la acción, son los elementos
que logran captar y mantener el interés del lector. Conseguir un entramado de
gran atractivo con el mínimo de palabras es lo que le da ese toque
característico al conjunto de su obra. Siempre he admirado en él esa maestría
para ir a la esencia de las cosas y al corazón de los seres humanos, y para
extraer de ellos los rasgos que puedan conmovernos, cambiando nuestra
perspectiva de la realidad. También he admirado su espíritu solidario con lo
mejor de la condición humana, su disposición de convertir la escritura en un
acto de amor.
III.
Cuentistas
contemporáneos de Bosch
Mientras se desarrolla la
ejemplar trayectoria de Bosch en Cuba, Venezuela, Costa Rica y otros países del
continente, en la República Dominicana aparecían, paralelamente, otras voces
narrativas relevantes. Una de las más vigorosas fue la de Ramón Marrero Aristy,
autor de Balsié (1938), libro de
relatos que, junto con su novela Over
(1939), forma parte de la más descarnada narrativa social dominicana. Marrero
Aristy, escritor de trágico destino, asesinado por la dictadura a la que había
servido, conoció como pocos la realidad de los ingenios azucareros y la
explotación norteamericana, de las que dejó un testimonio lacerante. Otro
destacado narrador fue Sócrates Nolasco, cuentista y antólogo, autor de Cuentos
del sur (1939) y Cuentos cimarrones (1958), cuyas raíces populares hacen brotar
en su obra un árbol frondoso, poblado de personajes diversos, campesinos
sureños que comunican su drama humano en el habla característica de la región.
Entre 1930 y 1950 surgirían
numerosos autores que cultivaron el cuento con mayor o menor constancia y cuya obra no siempre evolucionó en la
dirección que se vislumbraba en sus inicios. Algunos, como el poeta Vigil Díaz,
creador del vedrinismo –movimiento de
vanguardia de principios de siglo caracterizado por piruetas y atrevidos juegos
verbales- retorna al ámbito de la tradición campesina en su libro Orégano (1949), año en el que, por el
contrario, Ángel Rafael Lamarche exploraba las palpitaciones metropolitanas en Los cuentos que Nueva York no sabe, para
convertirse así en un precursor de la narrativa de tema urbano en el país.
Ciertos narradores de la corriente
realista, como José Rijo, autor de Floreo
(1978), solo llegaron a reunir sus cuentos muchos años después de que
aparecieran en revistas y periódicos. Otros, como Freddy Prestol Castillo,
conocieron el éxito editorial no a través del cuento, sino de la novela. Su
obra El masacre se pasa a pie (1973),
escrita en plena dictadura de Trujillo y escondida bajo tierra durante años,
para evitar la represión que de seguro se habría abatido sobre el escritor si
hubiera sido conocida, fue la que le dio popularidad editorial doce años
después del magnicidio. También a esa corriente realista que encuentra
materiales en la vida rural pertenece Néstor Caro, autor de dos libros de
cuentos importantes, Cielo negro (1950) y Sándalo (1957), en los que el ser
humano se enfrenta a las adversidades de una marginalidad causada por el peso
de una estructura agraria petrificada.
Un caso especial es el de Hilma
Contreras. Oriunda de San Francisco de Macorís, provincia situada en el corazón
del Cibao, tuvo una formación europea, sobre todo en Francia, donde se
desarrolló personal e intelectualmente. Fue una de las pocas narradoras de
envergadura de los tiempos de la Poesía Sorprendida. Su obra, breve y espaciada
entre un título y otro, se inició con Cuatro
cuentos (1953) y Doña Endrina de
Catalayud (1953); continuó años después con
El ojo de Dios: cuentos de la clandestinidad (1962), y prosiguió mucho más
tarde con Entre dos silencios (1987)
y Facetas de la vida (1993). Esta
narradora ha venido realizando su oficio de cuentista sin alardes de ninguna
índole, con una gran conciencia de su labor creativa, en la que no caben
digresiones ni explicaciones inútiles, sino una intensidad lograda a base de
una enorme economía de recursos, trazos definidos, sugerencias que favorecen la
compleja ambigüedad humana. Justo a principios de 2002, a la edad de 91 años,
Hilma Contreras recibió el Premio Nacional de Literatura, en reconocimiento a
su obra creativa de toda una vida, siendo la primera mujer en obtenerlo.
Un recorrido como el que me he propuesto
en esta exposición, que debe estar ceñida a la brevedad por su propia
naturaleza, corre el riesgo de omitir autores de significación en la
trayectoria del cuento dominicano en el siglo xx. Sin embargo, es obvio que no
intento una cronología exhaustiva, ni un ensayo totalizador sobre el tema, sino
apenas un cuadro ilustrativo de nuestra narrativa breve durante el siglo en que
alcanzó su plenitud. Los decenios del treinta al cincuenta presentan una
complejidad enorme a la hora de explicaciones pausibles, y un amplio abanico de
escritores, desde los pocos que habían logrado escapar al exilio –como Bosch,
Pedro Mir y Andrés F. Requena, aunque este último ni siquiera en el extranjero
pudo escapar a la garra de la dictadura, siendo asesinado en New York en 1952-;
hasta los que habían permanecido en la República Dominicana, escribiendo su
obra siempre bajo los ojos de la censura.
Escritores como Manuel de Jesús
Troncoso de la Concha (Narraciones
dominicanas, 1951), Delia Weber (Dora y otros cuentos, 1952), Ángel
Hernández Acosta, Ramón Lacay Polanco (Punto
sur, 1958), J. M. Sanz Lajara (El
candado, 1959), entre otros, forman parte de ese variado calidoscopio de
narradores que van del más acendrado tradicionismo practicado por Troncoso de
la Concha, a la envolvente atmósfera de misterio y vagas premoniciones de
Weber.
IV.
Los
cuentos de Virgilio Díaz Grullón
En las postrimerías de la
dictadura surgió un cuentista que iba a convertirse en uno de nuestros clásicos
contemporáneos. Hablo de Virgilio Díaz Grullón, cuyo primer libro de cuentos,
titulado Un día cualquiera (1958),
marcó un cambio en la narrativa breve de la República Dominicana, por la
ambientación urbana, el buceo en la subjetividad del ser humano y la perfección
de la prosa. Aquel libro nos entrega esa atmósfera agobiante de finales de los
cincuenta, a través de unos personajes condenados a sus circunstancias,
incapaces de cambiar el curso de la historia, y profundamente amargados por la
frustración y el desamparo. En ese primer libro mostró Díaz Grullón sus
cualidades de narrador correcto, sobrio, preocupado por la factura de sus
escritos, atento siempre al lenguaje y al desarrollo de sus historias.
En su segundo libro, Crónicas de Alto Cerro (1966), el autor
entró en una nueva zona de su producción, al tiempo que fortalecía las líneas
de su trabajo anterior. Díaz Grullón fue también uno de los primeros cuentistas
nuestros en preocuparse por la psicología de sus personajes, en el sondeo del
comportamiento humano a través de la ficción. Me atrevería a decir que él se
sentía más a gusto cuando trabajaba con las motivaciones y los valores del
individuo, que cuando manejaba la realidad objetiva que rodea a sus personajes.
Por eso su narrativa pronto tomó la ruta de la introspección y el
subconsciente, dos aspectos que han generado sus mejores cuentos.
Más allá del espejo (1975),
tercer libro de cuentos de Díaz Grullón, nos acerca a las fantasías de su mundo
interior. Ya había escrito cuentos de suspenso, de finales sorpresivos que
cerraban perfectamente las historias, pero en esta última colección jugaba con
la lógica de la absurdidad, con el otro que hay en todo ser humano, con la
doble identidad de los espejos, en su agudo ensayo sobre este notable
cuentista, Ángela Hernández ha señalado, con toda razón, que Virgilio Díaz
Grullón “radiografía la existencia humana, dando en el blanco de sus recónditos
sentidos, sin detenerse para nada en el detalle banal, ése que teje
apariencias”.
V.
Narrativa
breve de la Generación del 60
La narrativa dominicana de la
década de 1960, como casi toda la literatura nacional, se nutre de concepciones
y prácticas que tienen sus raíces en movimientos y grupos de comienzos de
siglo, como el postumismo, y de los
años treinta (los llamados Poetas Independientes, principalmente Tomás Hernández
Franco, Manuel del Cabral, Héctor Incháustegui Cabral y Pedro Mir, que también
escribieron buenos relatos). Los años sesenta constituyeron un período de
fuertes conflictos sociopolíticos desencadenados a partir de la decapitación de
la dictadura de Trujillo. Época de luchas y cambios rápidos: el golpe de Estado
contra Bosch en 1963, la guerra civil y la ocupación militar norteamericana en
1965, y la contrainsurgencia instrumentada en los doce años de Balaguer, a
partir de 1966.
Mucho de lo escrito en aquellos
años tiene ese carácter testimonial, nacionalista, maniqueo, contestatario,
instrumental que caracteriza a las letras de cualquier país en épocas de
grandes conmociones sociales. Los escritores de las nuevas promociones cubren
un amplio registro de expresiones. El primero en encabezar la lista de
narradores sería, a mi juicio, Marcio Veloz Maggiolo, que comenzó publicando poesía
y pasó luego a novelas de corte bíblico, al modo de Pär Lagerkvist, en las que
palpitaba su rebeldía antitrujillista. Veloz Maggiolo incursionó muy pronto en
una narrativa descarnada, de clara connotación social, como se advierte en La vida no tiene nombre y Nosotros los suicidas (1965).
En su protonovela De abril en
adelante (1975), el autor disloca los supuestos tradicionales del arte de
contar, al tiempo que nos ofrece una visión corrosivamente irónica de su
sociedad. Posteriormente publicó su libro La
fértil agonía del amor (1982), galardonado con el Premio Anual de Cuento, y
en el año 2000 apareció su obra Cuentos
para otros milenios. Antología personal, que considero una obra necesaria, esencial,
muy esperada por quienes admiramos al autor, que es sin rivales, el narrador
dominicano más fecundo y uno de los pocos cuentistas nuestros que conoce su
oficio a fondo.
La narrativa de los años sesenta
y setenta agrupa a una serie de autores de distintas edades y promociones
literarias, que incluye poetas, dramaturgos, novelistas y críticos de cine. En la
mayoría de ellos se advierten las influencias formales y experimentales del
boom latinoamericano, y el afán, casi común a todo el grupo, de subvertir los
cánones expresivos y desacralizar la tradición, con una mordacidad y una
virulencia hasta entonces inéditas. Una labor en verdad febril se desató en
Santo Domingo en esos años de ilusiones y expectativas culturales de toda
índole, alimentada por los concursos de cuentos del grupo “La Máscara”, desde
1966. Y de 1977 hasta el presente, los de Casa de Teatro. Podría decirse que
dichos certámenes cubren, durante los últimos cuarenta años, las luces y
sombras del cuento dominicano, con su secreta o abierta lucha por los primeros
lugares y la nombradía que otorgan los galardones.
Un puñado de narradores y libros
esenciales tipifican la cuentística dominicana de aquellos años, en primer
término, René del Risco Bermúdez, poeta y publicista, un promisorio talento
malogrado en el accidente que le costó la vida en diciembre de 1972, autor de “Ahora
que vuelvo, Ton”, cuento emblemático de su generación, incluido póstumamente en
la colección titulada En el barrio no hay banderas (1974). A su lado, Miguel Alfonsea,
otra inteligencia precoz, versátil y deslumbrante, que murió para la literatura
a través de la evasión religiosa, autor de El
enemigo (1970). En ambos casos, como asegura el poeta, crítico literario y
también narrador Ramón Francisco, ambos fueron víctimas de la frustración generacional
de haber perdido la guerra de abril, que en algunas jóvenes promesas de
entonces ahogó la publicidad y en otros el alcohol.
Junto a René y Miguel, se encontraban Armando Almánzar, crítico de cine y narrador, también ganador en
los primeros concursos de “La Máscara”, uno de los más prolíficos cuentistas
del país, autor de Límite (1967) e Infancia feliz (1978, Premio Anual de
Cuento); el dramaturgo y actor Iván García, autor de un libro de relatos sobre
la experiencia de abril del 65, La guerra
no es para nosotros (1979); Antonio Lockward Artiles, narrador, abogado y
profesor universitario, autor de Hotel Cosmos (1966); Efraín Castillo,
narrador, dramaturgo, publicista, y crítico de cine, cuyos cuentos han sido
publicados en revistas y periódicos locales y quien ha sido galardonado con el
Premio Anual de Cuento; así como Rubén Echavarría, Abel Fernández Mejía, Héctor
Amarante y Enriquillo Sánchez.
VI.
Poetas
y dramaturgos-narradores y cuentistas de los setenta
Sitúo en un lugar aparte a tres
escritores que en ese período publicaron obras que no deben ser olvidadas, como
el historiador y crítico Carlos Estevan Deive, quien publicó, en 1966, su libro
Museo de diablos; Aída Cartagena
Portalatín, que había surgido con el grupo de la Poesía Sorprendida, pero cuya
obra adquirió nuevos matices a partir de 1962, época de La voz desatada,
convirtiéndose en antóloga y promotora cultural. Su libro Tablero (1978), reúne una serie de relatos en los que aborda, sin
mucha trascendencia literaria, el mundo de las mujeres. Mención especial merece
el autor de Papeles de Sara y otros relatos (1985), el poeta y dramaturgo Manuel
Rueda, ganador de dos premios del Concurso Casa de Teatro en 1978, con un par
de cuentos completamente distintos, uno en la vertiente pluralista que él mismo
creó (“La bella nerudeana”) y otro de corte realista (“De hombres y gallos”). Papeles
de Sara y otros relatos, galardonado con el Premio Anual de Cuento, constituye
un libro esencial, ajeno a toda pirotecnia verbal o alquimia literaria: un
libro que nació y creció, no como el entretenimiento de un poeta en tiempo de
vacaciones, que intenta probar suerte en
el peligroso terreno del relato, sino como la resultante de una necesidad de
expresión hondamente sentida. Y en ese punto me parece conveniente decir que
Rueda ha sido, hasta ahora, el único autor dominicano que ha conquistado en
España el Premio Tirso de Molina, que le otorgara en 1995 el Instituto de
Cooperación Iberoamericana, por su obra Retablo
de la pasión y muerte de Juana la Loca.
La década de los setenta está muy
bien representada por un selecto grupo de prolíficos narradores que se
convierten en el relevo de la generación anterior, con libros que marcan las
nuevas orientaciones de la cuentística dominicana, como el narrador y
periodista Roberto Marcallé Abreu, gran conocedor de la vida del barrio de
clase media baja (Las dos muertes de José Inirio, 1972); el crítico y
dramaturgo Arturo Rodríguez Fernández, para quien el cine adquiere la dimensión
de personaje (La búsqueda de los desencuentros, 1974); el cuentista, novelista
y antólogo Pedro Peix, ganador de numerosos premios en el concurso de Casa de
Teatro, así como el Anual de Cuento (Las
locas de la plaza de los almendros, 1978); y Rafael Castillo Alba, autor de
La viuda de Martín Contreras y otros cuentos (1980), Premio Anual de Cuento. He
mencionado apenas la primera obra de cada uno de esos autores (excepto Castillo
Alba, que sólo ha publicado una hasta ahora), quienes han continuado
transitando, cada cual a su manera, por los accidentados caminos de nuestras
letras, sin desmayar en sus empeños.
VII.
La
cuentística de la crisis
En los años ochenta, una nueva
promoción de narradores expresa las nuevas orientaciones de un período que
algunos han denominado la década de la crisis, caracterizada por el aumento del
éxodo poblacional del campo hacia las ciudades y de éstas al exterior, los
malestares sociales provocados por la inflación y la inestabilidad económica, y
el nuevo clima humano, caracterizado por el abatimiento espiritual, la
drogadicción, el consumo galopante y el hedonismo como sentido de la
existencia. Habían quedado atrás las viejas preocupaciones de la generación
anterior (la dictadura, el golpe de Estado, la guerra civil), para dar paso a
nuevas situaciones sociales y discusiones estéticas que encontraron su
expresión en la obra de los jóvenes narradores.
Entre los cuentistas más
connotados de la promoción de los ochenta figuran el poeta, narrador y
publicista René Rodriguez Soriano; Ángela Hernández, que encuentra siempre en
la memoria colectiva de Jarabacoa, su pueblo natal, motivos para unos cuentos
escritos en una prosa de aliento poético (Masticar una rosa, 1993); el periodista
y narrador Rafael García Romero, galardonado con varios concursos nacionales;
Avelino Stanley, que ha sabido narrar el drama de los cocolos en nuestro país;
así como Pedro Camilo, Rafael Peralta Romero y Fernando Valerio Holguín, entre
otros.
También entre los ochenta y los noventa
ven la luz varios libros de algunos escritores que provienen de ámbitos
diversos, tanto por su formación profesional como por su principal quehacer
literario. Tenemos el caso del novelista Pedro Vergés, ex Embajador dominicano
en España, ganador, con su novela Sólo
cenizas hallarás (bolero), 1980, del xv Premio Blasco Ibáñez. Cuando Vergés
estuvo residiendo en Santo Domingo hace unos años, publicó varios cuentos en el
suplemento literario Isla Abierta,
que esperamos algún día pueda reunir en un libro. Otro escritor de valía es el
poeta José Enrique García, autor de estampas, cuentos y una novela publicada
por Alfaguara, cuyos personajes, sacados de las entrañas mismas del país, nos
llegan a través de una acción bien manejada que no se diluye en la evocación
poética (Contando lo que pasa, 1986).
Así mismo, Juan Manuel Prida
Busto, economista, historiador y narrador, cuya cuentística se caracteriza por
una visión onírica enraizada en realidades interiores. Construye un mundo de
sueños y pesadillas, un mundo extraño en el que coexisten la evasión a regiones
ignotas con premoniciones apocalípticas del futuro (Huellas de la niebla, 1990, Premio Anual de Cuento). Luis
Arambilet, otro narrador de apreciable talento, publicó en 1978 el primer
cuento dominicano escrito en tarjetas perforadas de computadoras. Sus mejores cuentos,
en los que advertimos una mirada que amalgama la nostalgia y la ironía, la
crítica social y el humor negro, recrean personajes y ambientes urbanos que
todos conocemos, pero que él reinventa con nuevos perfiles (Los pétalos de la
cayena, 1993, Premio Anual de Cuento). Entre los narradores jóvenes de hoy,
quiero hacer constar la presencia refrescante, en nuestra cuentística, de
Manuel Llibre Otero, oriundo de Santiago de los Caballeros, quien ha publicado
la colección Serie de senos (1997).
En lo que respecta a las
escritoras, no podía faltar Ligia Minaya, jurista y catedrática, autora de
cuentos eróticos escritos en una prosa de elegante fluidez (El callejón de las flores, 1999, Premio
Anual de Cuento). De igual modo, varias mujeres de distintas promociones que
han incursionado en la narrativa breve, como la pianista y escritora Aída
Bonnelly (Variaciones, 1984), Emelda
Ramos, Emilia Pereyra –Semifinalista del Premio Planeta- y Jeannette Miller,
gran exponente de la poesía de los sesenta y prestigiosa crítica de arte, quien
avanza arrolladoramente con su libro Cuentos
de mujeres (2004).
VIII.
Los
cuentistas “novísimos”
En su selección titulada Última flor del naufragio. Antología de
novísimos cuentistas dominicanos (1995), que reúne a diecinueve autores de
los años noventa, Pedro Antonio Valdez afirma que la narrativa dominicana, “con
su secuencia incesante de aciertos y desventuras, constituye la historia de un naufragio”.
Conviene recordar ahora que Pedro Peix, en su antología de cuentistas, habló de
“narrativa yugulada” para referirse al vacío en la continuidad del cuento
nacional. Valdez, superando su pesimismo inicial, intenta tipificar las
características del grupo de cuentistas de los años noventa, “los últimos del
siglo como del milenio”, diciendo que la ruralidad cede a la
internacionalización de la ciudad, la experimentación técnica deja de ser un
instrumento de ruptura, hay pluralidad formal, se entronizan el erotismo, la
angustia, la abstracción.
Los cuentistas de los noventa, en
su mayoría, están aún en proceso de formación, tratando de ganar un espacio
propio en la narrativa dominicana. Algunos son muy conocidos por su
participación en certámenes y han obtenido galardones, como Luis Martín Gómez (Dialecto, 1999), Pedro José Gris (Premio de Cuento Casa de Teatro
1991, no ha publicado libro en este género), Aurora Arias (Fin de mundo y otros relatos, 2000) y el propio Pedro Antonio
Valdez (Papeles de Astarot, Premio
Anual de Cuento, 1992); otros han decidido realizar una carrera literaria
académica: tal es el caso de Pablo Jorge Mustonen, economista de profesión, que
realizó maestría en literatura en la Universidad de Almería. Algún otro está en
proceso de publicar su primer libro, como Luis A. Toirac, autor de La hiedra interior (2003).
IX.
Nota
sobre los escritores de la diáspora
Por último, están los narradores
dominicanos de la diáspora, término que agrupa a los escritores que han salido
del país y se encuentran activos en otros lugares. Debo admitir que he leído a
unos cuantos, muy pocos, como José Carvajal, que vive en Nueva York (De barrio y de ciudad, 1990), y Viriato
Sención, que desde hace años reside en la República Dominicana (La enana Celenia y otros cuentos, 1994).
Otros escriben en inglés, como la
extraordinaria Julia Álvarez, autora de novelas que incluso han sido llevadas
al cine con actrices tan populares como Salma Hayek (En el tiempo de las mariposas, 1995); o Junot Díaz, que con un solo
libro ha logrado situarse en las páginas de prestigiosas revistas como The New Yorker y The Paris Review. Debo
admitir que, para mí, los libros de estos autores que escriben en inglés, no
pueden prescindir de quien realiza las traducciones. El libro de Junot Díaz,
titulado Drown (1996), palabra cuya traducción sería “ahogado”, más o menos,
fue publicado por la editorial Grijalbo Mondadori, de Barcelona, como The Boys, mientras que en la traducción
de Eduardo Lago para Vintage Books, se titula Negocios.
Algo similar ocurre con las obras
de Julia Álvarez. En la traducción que en Barcelona hizo Jordi Gubern de la primera
novela importante de Julia, De cómo las
chicas García perdieron su acento
(1994), los personajes usan el pronombre “vosotros”, que en Santo Domingo no
sólo está ausente, sino que es impensable en ningún tipo de conversación o
escrito. En la traducción argentina de En
el tiempo de las mariposas, se habla de “bombachas” por pantaletas, “nafta”
por gasolina, así como numerosos argentinismos que carecen de sentido para los
dominicanos.
X.
Final
Llego así al final de mi
recorrido por el cuento dominicano siglo
xx, sabiendo que he dejado pendientes para otra ocasión muchos temas,
nombres y títulos que forman también parte de ese cuerpo variado, múltiple,
heterogéneo, rico en matices y niveles de excelencia que es la narrativa breve
de la República Dominicana. Si he logrado ofrecer por lo menos una noción del
tema, un perfil aproximado de ese vasto y complejo universo del cuento
dominicano del siglo xx, no sólo me daría por satisfecho, sino que me sentiría
muy agradecido y ampliamente recompensado.
José Alcántara Almánzar
Tomado de su libro El lector apasionado. Ensayos sobre literatura. (2015), Santo Domingo, República Dominicana: Santuario.
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