Autora: Patricia Báez Martínez
No puedo despertar por completo,
este cuerpo, generalmente ágil, no responde a la orden de “muévete”. Los ojos
me duelen; la boca del estómago (como si ese órgano fuera otro cuerpo que
deglutiera independiente de mí, de mi boca) también la siento irritada. El
hedor a alcohol combinado con sudor transforma en repugnante la cama y la mole
de mi cuerpo inmóvil sobre ella. Debo despertar, asearme y presentarme al
trabajo aunque sea tarde, si no lo hago perderé el empleo. No es un gran
empleo, pero es el que tengo. Entreabro los ojos, y aunque el sol me molesta,
trato de asirme a él. Desde la cama, alcanzo a ver mi ropa tirada por toda la
habitación, es como si llegara ahora mismo a la escenificación de la obra de mi
vida y me sorprendiera cada detalle de ella, como si cada uno fuera nuevo para mí
y no fiel acompañante de la noche previa. No sé cómo ni cuándo me quité el saco
y lo puse sobre la silla ni si me quité los zapatos sentado en la silla o en la
cama. El pantalón no lo veo. Ah, lo tengo puesto, no llegué a quitármelo.
La última vez que llegué borracho
a la oficina el jefe me dijo que si volvía a achicharrarme así, que mejor no
volviera al trabajo y me diera por cancelado. Aunque es una buena forma de
obtener mis prestaciones y cambiar de trabajo, no estoy en edad de ser deseado
por otras aseguradoras: Tengo que tratar de mantener mi trabajo. Un pequeño
impulso y me siento sobre la cama. Mientras, la cabeza hace lo suyo: duele. El
sol es ahora un poco más fuerte, quizá han transcurrido unos diez minutos desde
que empecé a despertar. ¿Qué hora será? Deben ser como las nueve. Si me animo,
quizá llegue a las 11:00 a la oficina. ¿Qué excusa inventaré hoy? Que a mamá le
subió la presión otra vez. No, es muy repetitivo. No tengo un hijo pequeño
conmigo, de esos que a cada momento se enferman, para decir que tuve que
llevarlo al médico de emergencia antes de llegar a la oficina. Ella se fue y se
los llevó. Ya se me ocurrirá alguna excusa mientras me afeito o manejo.
El reloj está sobre la mesa de
noche, lo tomo entre mis manos y trato de adivinar la hora en medio de la
persistente presbicia. Las 9 y 23 de la mañana. Debo darme prisa. Mi imagen
proyectada en el espejo es la de otro hombre, muy diferente a mí. Muy diferente
al hijo de doña Francia y don Joselo, al joven recién graduado de la foto que
cuelga en la sala, al feliz recién casado de la foto que me mira y cuestiona
desde la mesita de noche. Tengo que hacer un buen esfuerzo por verme
presentable, afeitarme, peinarme, disimular las ojeras, este aspecto de echadía
que se la ha pasado tirando asada bajo los inclementes rayos del sol. El agua
fría de la ducha intenta borrarlo todo pero no puede; no es cierto que el agua
lo limpia todo, como quieren decir algunos. Después de salir de la bañera me
sigo sintiendo sucio: ¿Por qué no puedo parar de tomar antes de emborracharme?
¿Por qué tengo que llegar hasta este punto de mi vida en el que todos me
abandonan por abominable?
Cubro mi cuerpo con ropa limpia y
bien planchada. Me veo perfecto, impecable, pero mi rostro describe la sinuosa
ruta de una noche larga de tragos. Mucho perfume, gelatina y enjuague bucal
para espantar los malos espíritus del whisky. Ya estoy listo. Recojo el reloj,
el celular y las llaves de la casa y del carro. Me dispongo a salir para la
oficina. Me sigue doliendo el estómago, pero no tengo tiempo para detenerme a
desayunar, tengo que ir directo. ¿Qué le diré al jefe? La pregunta me taladra.
Pensándolo bien, una excusa sobre otra excusa, sobre otra excusa, sobre otra
excusa… forman una pirámide de inventos en la que el último, su cúspide, no
tiene ninguna importancia. Al final, el jefe sabrá que es una excusa más.
Por lo menos a esta hora no hay
tapones en las avenidas, el carro fluye igual que mis pensamientos. Me imagino
ya en la oficina, llego y el jefe no está, y mi enésima tardanza pasa
desapercibida. El mundo es un caos perfecto, esa es la real materia del mundo:
El caos ordenado. Yo me embriago, duermo hasta las 9:30 de la mañana,
despierto, me preparo y ahora voy al trabajo conduciendo sin stress. De no
haberme emborrachado, me habría levantado temprano, hubiese tomado el tapón de
las 8:00 de la mañana para llegar a la oficina: quemo gasolina de más y me
estreso, solo para complacer a un tipo al que, aunque tiene apellido, le
decimos “El jefe” por default, porque sí, porque es parte de nuestro ADN
mitocondrial.
Llego a la oficina, estaciono y entro. No puedo evitar
sentir miedo, lo siento en la boca, en el estómago y en las tripas: me dan
deseos de ir al baño. Sudo con el cuerpo estando frío. Quizá no sea el miedo,
tal vez sea el efecto del alcohol, ese maldito cobarde que al día siguiente te
empieza a dar puñaladas traperas. El jefe me ve, pero se hace el que me ignora.
Saludo y sigo a mi cubículo. Me siento e inspecciono todo, para ubicarme de
hasta qué punto llevé el trabajo ayer y dónde debo continuar. Los compañeros me
miran, pero tratan también de ignorar la situación, mi tardanza
consuetudinaria. Me instalo y comienzo a trabajar. Todo fluye como una caja de
bola aceitada, pero el jefe pasa, va hablando con Pablito y se detiene ante mi
cubículo y pregunta:
-¿Qué pasó hoy, Fabio?-
-Tenía jaqueca, por eso no pude llegar temprano-
-Es evidente sí que no llegaste temprano. Lo que no es evidente es la causa de
la jaqueca-.
Todo parece terminar ahí, pero sé
que no, ese hijo de su maldita-mai es como el ron, da puñaladas traperas. En
algún momento sentiré su punzada fría en mi espalda, esa que después se
transforma en dolor y hemorragia fatal.
***
Hoy llegué temprano al trabajo,
también ayer, anteayer y tras antier. Llevo días sin pegarle la boca a un pico
de botella. Trato de no salir, no les tomo las llamadas a los muchachos. Llego
del trabajo, me baño y me pongo a leer. Así evito tentaciones. Necesito el
trabajo, con ese dinero mantengo a los niños, me mantengo yo y ayudo a mamá
ahora que papá ya no está. No puedo darme el lujo de perder el trabajo. Pero no
voy a negar que esta es una vida cabrona, que esta maldita sobriedad no es más
que otra alienación a un sistema que nos esclaviza y nos prepara mentalmente
para ser excelentes obreros, el obrero o no toma alcohol o lo hace muy
moderadamente. El dueño de la empresa, no importa; ese se puede beber la
fábrica de ron, no ir por un mes a la empresa, e igual la empresa sigue
funcionando y dejando beneficios, porque nosotros, los de abajo, la hacemos
funcionar, y tenemos prohibido emborracharnos, darnos el placer de distraernos
después de una jornada tediosa.
***
Me estoy portando bien, soy un
modelo a seguir. Siento que me tratan mejor en el trabajo, con algo de respeto.
Magdalena está considerando la posibilidad de que nos reconciliemos. Mamá está
feliz porque me he distanciado de los amigos, de esos alcohólicos que solo
saben dañar a los demás. Porque yo
estaba bien hasta que volví a encontrarlos y empezamos la juntadera, primero
los fines de semana y luego también en la semana. Todo está marchando bien en
mi vida, el dinero rinde más, y las cosas se están poniendo en orden, claro, un
orden impuesto, no viene de mí, viene de afuera. Ya no es el caos perfecto; ahora es lo
perfecto, pero una perfección desarraigada, sale de la nada. Pero está.
A veces salgo del trabajo y
cuando veo un tumulto en un colmadón, siento la necesidad de entrar y pedir
algo, aunque sea una cervecita. Y sentarme un rato a ver a las gentes, a las
muchachas con sus jeans matemáticos, y a los tipos echando vaina con sus pintas
de jevitos Calvin Klein. Pero no debo, todo está caminando bien, las cosas se
están enderezando en mi vida y no debo retroceder. Tengo que demostrar que soy
un hombre fuerte. Fuerte, sí, fuerte, un hombre fuerte de los que se dejan
dominar por las normas. ¡Qué vaina! Lo
único perfecto es el caos, la perfecta armonía de lo diacrónico, de lo
desordenado, de lo anárquico, de lo que es por la fuerza de la casualidad y no
de la causalidad. Nada, voy a limpiar la
casa, el carro, tengo que tenerlo todo en orden, pronto vuelven Magdalena y los
niños.
***
Hoy, cuando salga de la oficina,
voy a limpiar el carro, tengo que sacar toda esta basura y ponerlo oloroso.
Todo transcurre en calma, normal, como se espera, sin contratiempos. Son las
5:00 p.m. y es hora de salir. Aún tengo un cliente en frente, trato de ser
amable, paciente y regalarle una sonrisa a pesar del deseo inmenso que tengo de
largarme de este lugar. Estoy nervioso, siento que me tiemblan un poco las
manos y la voz. No sé por qué, quizá sea el frío del aire acondicionado. Al fin
termino con el cliente y recojo mi escritorio. Me despido de la muchacha que
limpia y del guachimán con un hasta mañana. Los demás ya se han ido o no están
visibles para mí.
De nuevo el tapón de todos los
días en la Churchill con Gustavo Mejía Ricart y en la 27 de Febrero con Privada
y en Pintura. Busco en el memory el solo de la flauta árabe de Bashir Abdel Al,
y al escuchar las primeras notas inhalo una bocanada de aire que exhalo
lentamente con los ojos cerrados: Es el caos perfecto, es la niña vendiendo
flores casi tan silvestres como ella misma y el anciano estirando su flaca mano
por las ventanillas de los vehículos como una caña de pescar en procura de asir
por la boca un pez que debe morir para dar de comer. Me siguen temblando las
manos. ¿Qué será?
Llego a la casa y me pongo en
ropa cómoda, sigo escuchando música y me dispongo a limpiar el carro, a sacar
basuras que lleva meses allí, que ya
casi era parte del mobiliario del vehículo: cajas de chiclets y botellitas de agua vacías, facturas del
supermercado, alguna que otra semilla de una fruta que para saber cuál era
tendría que sembrar la semilla y esperar a que germine, en fin. Entro la mano
por debajo del asiento del conductor para sacar más basura, y siento algo duro,
frío, cilíndrico. Lo tomo y empiezo a sacarlo, lleva un líquido, lo puedo
sentir desplazarse en el cilindro que lo contiene. Ya mi mente presiente lo que
es porque lo ha vivido muchas veces. Lo saco y efectivamente: una botella de
ron casi enterecita. Un par de tragos mientras limpio el carro no le hacen daño
a nadie, y me sirvo. Ya está bueno de música suave, a salseá esta vaina ¡Wepa,
qué chulanga! “Uno se cura, yo te juro, amigo mío que uno se cura...”
La noche cae al igual que yo voy
cayendo. El mundo no se abstrae de mi (todos me observan), yo, en cambio, me
abstraigo del mundo (no los veo). Sigo en tragos y en rumba en “mode alone”,
porque el problema es cuando me voy de parranda con esos tígueres del colegio,
alcohólicos, degenerados. Si lo hago solo yo me puedo controlar porque no tengo
la influencia de ellos, cuando digo “hasta aquí”, es “hasta aquí”, y punto. ¿Yo
no soy un hombre? ¡Jú!
Tú ve’ ya yo estoy contentoso, ya
yo tengo que ir parando, pero como el verbo se divide en tres sílabas: Pa-ran-do,
así mismo lo voy a hacer: A tres caídas, con tres traguitos más a la roca. Que siga
la ruuumbaaaaaa, que yo pago, para eso es que trabajo coño, para darme lo que
quiero.
***
¡Mierquina! ¿Y qué hora es?
Me lanzo de la cama como un felino en alerta y alcanzo el reloj: 12: 36 p.m.
¡Mierrrrrda! ¿Y ahora? Un suspiro hondo, bien hondo.
Me tiro de nuevo en la cama,
encuentro el celular entre las sábanas, busco con cierta dificultad añera en los contactos hasta que al fin lo encuentro:
-¿Alo?-
-Colmado Juancito. Para servirle-.
-Pana, un litro de Brugal blanco y un jugo de naranja al edificio Acuario,
apartamento 202. Devuelta para 1,000.00-.
Mayo de 2018
Baní, prov. Peravia
República Dominicana