miércoles, 9 de enero de 2008

Ser o no ser mujer

Amaya nació el 7 de noviembre del año que recién finaliza y antes de esa fecha ya su madre tenía para ella los aretes que, tal vez, le faltaban a la luna o, quizá, al sol. En la clínica no le perforaron las orejas y su madre tampoco hizo mucho esfuerzo en esto, posiblemente por la aprensión que da la maternidad. Pasado el primer mes de vida, empezaron las presiones de familiares y allegados para que a la niña se le pusiera aretes, a lo que la madre respondía que todavía había tiempo. “Y quién sabe si a ella no le gusta la idea de los aretes”, o sea, les hacía ver que esta era una necesidad de los adultos y no de la persona que eventualmente llevaría los aretes.

El 18 de diciembre, luego de muchas presiones y confusiones respecto al sexo de la niña, la madre decidió perforarle las orejas. El paquete completo, perforación más aretes “hipoalergénicos”, costaba 200 pesos. “No hay problemas”, dijo la madre. Pero se equivocó. Al primer pinchazo con la pistola perforadora, ella sufrió tal vez igual que la hija, sintió que era el himen que le rompían. De hecho, la pistola es una figura fálica para la psicología. Y el segundo pinchazo fue peor pues la pequeña apenas comenzaba a olvidar el primero.

Dos prolongadas lágrimas alcanzaron la barbilla de la pequeña, provocando en la madre sentimientos e interrogantes sobre la llamada feminidad. ¿Por qué la feminidad generalmente se alcanza con esfuerzo y dolor? ¿Por qué para ser mujer hay que usar aretes? ¿Qué pasa con los hombres que sin ser homosexuales usan aretes? ¿No son también los aretes símbolo de pandillismo y modernidad? Y, por último, ¿No tendrían las personas el comercio que pagarle a ella para perforar a la bebé hasta arrancarle esas dos estremecedoras lágrimas, porque ¿Quién paga para llorar?

Luego de perforadas las orejas y colocados los aretes, la madre creyó que el asunto sobre la sexualidad de la niña estaba resuelto. Sin embargo, en varias ocasiones salió a la calle con ella vistiendo camisetas o mediecitas azules y le decían: “Qué lindo niño”. “Es una niña”, respondía la madre entre dientes. El azul supuestamente es el color de la masculinidad, de los hombres. Claro que ya lo sabía, pero no está obligada a aceptar esa convención social y a traspasarla a su hija.

Al final, la joven madre llegó a la siguiente conclusión: la mujer es obligada a usar muchos artificios para demostrar a la sociedad que es una mujer (aretes, cabello largo, maquillaje, faldas, zapatos de tacones, uñas largas…); la empujan a darle valor agregado a su sexo, mientras que el hombre no necesita más que saberse o declararse hombre para que la sociedad lo acepte como tal, pues quién quita que una persona de aspecto varonil y vestida con pantalón y camisa de color rosado o limoncillo, que diga ser un hombre, tenga en la entrepierna un hermoso clítoris. ¿Quién le pone el cascabel al gato? Ja, ja, ja.