sábado, 16 de enero de 2010

Los haitianos conviven con la muerte



Por Patricia Báez Martínez para Z101digital.com

PUERTO PRINCIPE.- Las horas pasan lentas en Haití luego que el martes 12 de este enero un azaroso sismo de 7.3 grados en la escala Richter devastara en apenas un minuto la ciudad de Puerto Príncipe y gran parte del país más pobre de la región. Ya muchos de ellos se han resignado a que aquellos que quedaron bajo los escombros están muertos o no podrán ser rescatados: hasta el momento de escribir estas líneas era evidente la falta de una dirección, una estrategia, una logística, y mucho menos equipos de rescate y combustible.

¿Cómo lo deben haber sabido los más de cien niños y el personal médico y administrativo del Nos Petits Freres et Soeurs (un hospital infantil dirigido por médicos extranjeros), ubicado en Petion Ville, el exclusivo sector de Puerto Príncipe? Quedaron sepultados bajo los escombros y a pesar de que llegó una grúa a hacer labores de rescate, tuvo que ser detenida por falta de combustible, luciendo vencida ante tanta mole, como los socorristas cubanos que llegaron el mismo martes en la noche y no pudieron hacer nada por falta de equipos de rescate ligeros y pesados. Y es que en Haití no hay de nada, ya lo sabíamos, pero no se había constatado en medio de la desgracia.

Pero hay que seguir adelante, el pueblo haitiano siempre ha sacado fuerzas de donde no hay, al punto que una señora regordeta ya puso un puesto de comida a cinco metros de lo que antes fue el hospital infantil y de los cuerpos que aún yacen allí. Si aún se escucharan los gritos de los niños y los adultos pidiendo ayuda, de seguro hubiese buscado otra esquina, pero las voces se agotan y los ojos se cierran con el paso de las horas.

Otros caminan como hormigas, en fila y apurados, por una calle paralela a un cul de sac con cientos de cadáveres putrefactos apilados uno sobre otro, a sol y sereno. El hedor se extiende por toda la ciudad, es un solo olor a muerte de pobre; pobre tan pobre, que aún en la desgracia no tiene el derecho de descansar en una fosa, aunque sea compartida. Se habla de 100 mil muertos, pero es imposible establecer el número de fallecidos, en especial, después de pasadas las 72 horas del evento telúrico, cuando las posibilidades de sobrevivencia de los atrapados en los escombros se reduce de manera considerable.



El deterioro de las vías de comunicación terrestres y los escombros en las calles impiden que la ayuda llegue a Puerto Príncipe y sus barrios, especialmente Carrefur, Jacmel y Petionville, los más afectados por el terremoto, el más fuerte en la historia de la región caribeña. La gente en la capital haitiana no ha recibido la primera botella de agua, ni la primera ración de pan, mucho menos la mano amiga de un médico y sus pócimas curativas.

A un niño de 10 años se le pudren los pies en un refugio improvisado en las inmediaciones de la embajada dominicana. Se llama Koki y sufrió fracturas en ambas piernas, no puede caminar, mientras su hermana Alana, de 6 años, trata de cubrirse del sol con una sábana; ella sufrió golpes en el rostro. Y él y ella, como los demás niños en ese campamento, entretienen el hambre oliendo hierbabuena.

Haití prácticamente no tiene gobierno, el Presidente Préval no tiene casa ni despacho, el Congreso también colapsó, salvándose el presidente de esa entidad de casualidad -los dos congresistas a su lado perecieron-, tampoco hay autoridad religiosa, el nuevo encargado de la Minustah (ONU), el general chileno Ricardo Toro, aunque está empeñado en las labores de rescate, tiene a su esposa bajo los escombros del Hotel Montana. No hay piedra sobre piedra en Haití, ni siquiera cuando se trata de sentimientos.

La entereza humana y determinación de este oficial se hizo más que evidente cuando le dijo a militares y rescatistas dominicanos que a pesar de que su compañera está sepultada bajo las toneladas de escombros del hotel Montana, hay zonas más devastadas, como el Dowllard y que por el tipo de infraestructura hay más posibilidades de encontrar sobrevivientes. "La acción debe concentrarse en esos lugares" dijo.

El buque hospital Comfort que ofreció Estados Unidos todavía no había llegado el viernes a las 2:00 de la tarde. Llevar la ayuda por el mar podría salvar la situación que se ha presentado con la caída de la torre de control del Aeropuerto Toussaint Louverture, pero el puerto también necesita ser reconstruido, y es lamentable, porque es la vía de acceso más cercana a los sectores más golpeados.

Los haitianos están en las calles, caminan para arriba y para abajo, sin rumbo, otros huyendo. Unos esperando no saben bien ni qué ¿Qué harán ahora? Algunos que tienen familia en el campo piensan irse con ellos, pero lo más pobre de Haití es el campo: no hay tierra fértil, no hay agua ni crédito para la agricultura. República Dominicana se avizora en el horizonte como la única tabla salvadora.

La Organización Internacional de las Migraciones estimó que se elevó en un 10% el número de personas que intentan cruzar la frontera con República Dominicana. Algunos ya están en la frontera desde el miércoles, buscando refugio a lo que viene: la epidemia.

Ni los propios haitianos se atreven a respirar su propio aire sin cubrirse la nariz. Los muertos, los que no están bajo los escombros, están amontonados; a la orilla de la carretera y hasta han sido utilizados para hacer barricadas, en protesta por la lentitud con que se ha manejado la ayuda internacional. El hedor es insoportable. Otros han sido enterrados en fosas comunes o en una tumba improvisada en cualquier esquina, sin ningún tipo de registro ni de cuidado sanitario, sin siquiera cal. Los médicos dominicanos vaticinan una epidemia, pero pese a ello nada se ha hecho, no hay dirección en Haití.

La inseguridad crece por tanta necesidad, por tanto trauma

Algunos funcionarios van a ayudar armados, también algunos periodistas. Una se pregunta ¿cómo ayudar a alguien que crees que te va a agredir? ¿Cómo puede un ser tan golpeado como el haitiano y la haitiana hacerte daño? Pero todo es posible, la seguridad no está garantizada ni siquiera para el presidente Préval, que no sale del área del aeropuerto, porque no hay presencia militar ni policial. La mayoría de los funcionarios murieron o están heridos. En la calle no hay quién ponga el orden. El dolor, el hambre y la sed pueden hacer perder la cabeza al más juicioso. Además, todo se ha disparado de precio, un jugo –si aparece- cuesta 10 dólares, un galón de gasolina –si parece- 500 pesos. Un reloj caro, una cámara fotográfica o una lap top serían oro ante el agravamiento del hambre, la sed y de las secuelas del evento.

También se prevén desórdenes al momento que la ayuda llegue a las zonas afectadas, y no se descartan conatos de violencia. Tal vez a eso le temen los organismos internacionales y por ello se han dilatado en entregar la ayuda, pues no hay ningún tipo de seguridad para sus voluntarios. El asalto al almacén del Programa Mundial de Alimentos (PMA) así lo demuestra. La guerra por el agua está a punto de comenzar y será en Puerto Príncipe, donde todos los servicios colapsaron, entre ellos los vitales: agua, energía y comunicaciones.

El trauma psicológico ya está instalado. Es que se le cayó el mundo a los haitianos no solo el palacio de gobierno, el edificio de la ONU y la iglesia Santa Teresa, es que todo se fue abajo, especialmente porque estaba construido en laderas de tierras arcillosas, sin suficiente varilla y cemento. Los haitianos saben de construcción, por la experiencia que han adquirido en el campo de la construcción en RD, pero no son ricos para comprar el cemento a RD$270 y la varilla a RD$1,350, sin contar el transporte hasta allá y el mercado negro. Puerto Príncipe, la perla de Haití, ya no existe, hay que reconstruirla, comenzar de cero.

Ahora la preocupación del empresariado y parte de la opinión pública del país es la posibilidad de que al reconstruirse Puerto Príncipe, muchos haitianos decidan regresar por un tiempo a su tierra a trabajar y a aportar por la recuperación de su gente. La mezquindad no se amilana ni ante la tragedia humana y sale por cualquier grieta. Hay que ver cómo está Haití para entender que lo necesita todo, aunque nos quedemos sin nada.

Las cifras previas de esta historia



La población haitiana fue estimada en 8.7 millones en 2007.
El ingreso per cápita en Haití es de US$361 (menos de un dólar por día).
Se cree que -al menos- hay más de 1 millón de haitianos residiendo en RD.
El 80% de la población haitiana vive en la pobreza.
El 54% vive en la pobreza extrema.
Haití ocupa el lugar 150 en una lista de 177 países en relación al Índice de Desarrollo Humano (PNUD).
La fuga de cerebros está estimada en un 80%.
La esperanza de vida al nacer de los haitianos es de 57 años.
El número promedio de hijos por mujer es de 4.8.
La tasa de crecimiento poblacional por año se estima en 2.45%
Solo un 52.9% de la población está alfabetizada.
El 12 de enero a las 5:53 p.m. un terremoto de 7.3 en la escala Richter devastó Puerto Príncipe, la capital haitiana.
Puerto Príncipe, antes del sismo, contaba con una población de 3 millones de habitantes.
La ONU estima que unas 300 mil personas quedaron sin hogar.
Se presume que 2 millones de personas se quedaron sin alimento tras el movimiento telúrico.
El jueves 14 de enero la Cruz Roja Internacional estimó los fallecidos en 45 mil personas.
En esa misma fecha el primer ministro haitiano Jean Max Bellerive estimaba los muertos en 100 mil, hay quienes hablan hasta de 500 mil personas.
La ONU solicitó a sus países miembros más de 500 millones de dólares para la reconstrucción de Puerto Príncipe.



sábado, 2 de enero de 2010

Aquella tarde con Mahogany



Eran los tiempos en que cursábamos el séptimo grado en el Liceo Francisco Gregorio Billini de Baní y que coincidencialmente a ambas nos compraron unos bultos -tipo maletín- para ir a clases. Ambas soñábamos ser médicos (ahora diríamos médicas) y nos decíamos de manera mutua y con picardía futurista: “colega”.


Esa tarde -no recuerdo la estación, ni el mes, ni el día- llegamos a la parada de la guagua de El Cañafistol, en el Mercado Municipal de Baní, donde también estaba y está la parada de los motoconchistas del mismo campo, y éstos nos dijeron que la guagua estaba dañada, cosa que no era difícil, pero los ignoramos porque decían esto con frecuencia siendo falso para que los estudiantes nos fuéramos con ellos, gastando hasta el triple de pasaje. Impertérritas, juntas a un compañerito del mismo curso y campo, nos mantuvimos en la parada, viendo cómo caía el sol en un cálido ocaso sureño.


Al tiempo, comenzamos a sospechar de que “nuestros amigos”, los motoconchistas, tenían razón y decidimos –por economía- irnos a pie para El Cañafistol, ignorando yo que en la parada habían allí dos de mis hermanas. Simplemente echamos a caminar, con los restrojos del sol aguijoneando nuestros ojos. Y al punto de llegar al cerro que divide a El Cañafistol de Baní, venía subiendo la guagua que no sé si no se detuvo porque estaba subiendo una pendiente. Les hicimos señas, Mahogany, el otro niño y yo, con la ilusión de montarnos en la guagua y tomar los mejores asientos para regresar a casa.


Nada.


Cuando vi desaparecer el parachoques trasero del transporte de mi vista, no quise ni imaginármelo de regreso repleto de estudiantes que nos vociferarían. Empezamos a correr. Pero alcancé a ver unas gomas de motores y les dije a los chicos que las tomáramos para impulsarlas con unos palitos y así correr más rápido, pues la presión de ir golpeando el neumático nos mantendría siempre a buen ritmo, y así lo hicimos. Sin embargo, a escasos minutos de iniciar la estrategia, el niño, que no recuerdo su nombre, nos dijo que por ahí (por esos matorrales de bayahonda) salía un viejo que violaba a las niñas, y de inmediato puso el turbo y nos dejó atrás, solas y asustadas. Pero mi nombre es Patricia.


Ahora se sumaba un nuevo elemento a nuestro impulso por llegar al poblado: evitar ser violadas, porque en aquella soledad, atardeciendo, desamparadas en la más árida de las orfandades, con apenas doce años, las explicaciones de que el niño solo quería asustarnos, no bastan.


Parecíamos que jugábamos pero huíamos de la burla y del temor a un violador, que encima de todo era un viejo, y también buscábamos sin éxito el amparo de aquel niño que nos abandonó sin justificación ni explicación, a pesar de ser “nuestro amigo”.


Por fortuna y fuerza, cuando tomamos la orilla de la regola que acortaba el camino hacia nuestras casas, fue que vimos pasar a lo lejos la guagua por el camino principal, con mis hermanas mayores incluidas. Seguimos corriendo pero con más pausa, estábamos más cerca y empezamos a sentir esperanzas, pero aún no estábamos a salvo de ser violadas. Las bayahondas y sus historias silenciosas aún nos vigilaban.


Cuando llegábamos al puentecito para entrar a la campestre casa en que vivíamos, nos interceptaron mis hermanas, frescas y enérgicas. Llegamos juntas las tres a la casa; para mi fue una victoria. Mami nunca supo de mi experiencia, al menos eso creo. La libertad es un concepto muy arraigado en mi familia, que en algunos momentos ha servido para bien y en otros para mal. Fue una vivencia única: de arrojo, valentía, supervivencia, que nunca olvidaré, no sé si Mahogany lo habrá olvidado.


Ah, por cierto, ninguna de las dos somos médicas.



Post data: Inspirado por una imagen que envió Gerald Pérez por Facebook, la cual ilustra esta feliz memoria.