lunes, 4 de febrero de 2019

El niño que cantó hasta morir



La noche de aquel 12 de enero de 2010 preparé mi mochila para irme a Haití. Llegué a la emisora  al día siguiente diciendo que quería que me preparan un viaje al vecino país, pero el director, temeroso de que me pasara algo en ese país siempre en crisis y entonces colapsada su capital, dijo que no era prudente. Entre otros alegatos, esgrimía mi condición de mujer para un viaje de esa naturaleza (estaba sumamente molesta por eso).

Tres días después se organizó un viaje en helicóptero, con el propietario de la emisora, el director y yo como reportera. Salimos del aeropuerto El Higüero rumbo a Haití en helicóptero. Allá aterrizamos en lo quedaba de la embajada dominicana. El personal y algunos dominicanos que aún quedaban en ese territorio estaban viviendo en el patio de la casa, porque la estructura física había sufrido daños severos con el sismo.

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Aunque el viaje era para regresar el mismo día, no me limité a la embajada y empecé a caminar por las calles de Puerto Príncipe. No tuve que dar muchos pasos para encontrar la destrucción: Precisamente al lado de la embajada dominicana, antes del gran terremoto funcionaba un hospital infantil que quedó totalmente destruido, aquello parecía un emparerado de seres humanos de mal gusto. Los niños internos y el personal médico y paramédico habían perecido allí. Una retroexcavadora parada al lado y apagada. Pregunté.

Un grupo de médicos cubanos que había venido a ayudar me dio respuesta: El hospital colapsó, no había combustible para hacer funcionar la máquina y tratar de quitar los escombros. En verdad, el personal humanitario no pudo salvar más vidas por falta de equipos y combustible. Haití no tenía ni lo básico para salvar a su población afectada: gasolina para los equipos pesados para la remoción de escombros.

Una médica cubana me contó que varios días después del terremoto aún se escuchaba a un niño cantar, era un niño que había quedado atrapado en los escombros del hospital, y cantaba en creol. Cantaba su pena, su impotencia quizá, le cantaba tal vez a Dios, mataba el tiempo en espera de una ayuda que nunca llegó, quizá cantaba alguna canción ancestral de despedida. La voz se fue apagando con los días, y cuando yo llegué a lo que fue el hospital, ya no se escuchaba nada. La ciudad empezaba a recobrar su ruido habitual y con él se confundía cualquier hálito de vida atrapada. Un puesto de comida ambulante funcionaba como si nada al lado de ese hospital donde todos sabían que habían muerto decenas de niños y su personal. No podía comprender.

Caminé sobre los escombros no sé buscando qué, quizá algún recuerdo de vida en ese cráter que había engullido tantos sueños. Hallé negativos de fotografías, los tomé, los traje a Santo Domingo y los revelé. Las fotos hablaban de tiempos mejores, de jóvenes y niños llenos de vida y mentores religiosos en retiros y actividades sociales al aire libre. Fotos que pudieran sacar lágrimas a quienes conocieron a esas personas que quizá hoy no están.

El temblor de aquel 12 de enero en Haití es una nube de muertos en mi memoria, ¡Tantos cadáveres! Pero lo único que se transforma en agua viva que a pesar del dolor logra limpiar la herida, es imaginar aquella voz infantil que cantaba en creol, y que se apagó lentamente, pero siempre con dignidad y esperanza.

Esta remembranza surge a propósito del temblor de 5.3 grados en la escala Richter de hoy 04 de febrero de 2018 en República Dominicana.

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