Me dirijo explícitamente a la violencia que se ejerce contra las mujeres y que se califica de «violencia feminicida» que abarca, entre otras: la familiar y la de su pareja, patrimonial, física, psicológica, sexual y que son categorías surgidas de la identificación de situaciones reales. Los móviles para esta clase de violencia se relacionan con el hecho de que la víctima es mujer e incluye, entre otras, variables de edad, situación económica, religión, ideología política. En muchos casos la violencia proviene de mandatos culturales como sería el castigo de muerte por adulterio. En otros se utiliza como arma política como sucede con las violaciones utilizada como arma salvaje en un conflicto armado. En la mayor parte de los casos se realiza en la vivienda que está a su vez amparada por una sofisticada elaboración de lo que representa como refugio del cuidado, atenciones y amor.
El término feminicidio lo tomo del excelente trabajo que bajo la dirección de la antropóloga y parlamentaria Marcela Lagarde, se llevó a cabo por encargo de la Cámara de Diputados del H. Congreso de la Unión-LIX Legislatura y publicado como Geografía de la violencia feminicida en la República Mexicana en 2006. Hay ya muchas autoras y algunos autores que afirmamos que este tipo de violencia se tiene que analizar desde La Crítica Feminista. Hacerlo desde otros marcos que no tengan en cuenta un saber elaborado para descubrir las desigualdades de género y especialmente para desentrañarlas, analizarlas y ver cómo se convierten no solamente en desigualdades sino en prácticas establecidas que desencadenan un tipo de violencia dirigida a las mujeres, es inútil. Para la mayoría se queda en un acontecimiento triste que genera artículos en los periódicos, repulsa social. Sin embargo la herida social permanece. Las mujeres de distintas edades reflexionan: podría haberme pasado a mí y eso se extiende a las hijas, las nietas, sobrinas, amigas, alumnas como una mancha de aceite que se expande y que es difícil de quitar. También genera miedo no hacia cosas extraordinarias sino hacia aquellas que forman parte de la vida cotidiana: pasear de noche, participar en las fiestas, habitar el hogar, hacer opciones de libertad que en última instancia pertenecen al ámbito de los derechos humanos. Y se convierten en extraordinarias cuando se instaura el temor por el acoso, la amenaza, la agresión y hasta la muerte. Las personas adultas nos volvemos hacia las jóvenes para comunicarles nuestra preocupación y transmitirles el miedo. Los medios de comunicación, ante el asombro que causa el feminicidio, abren interrogantes acerca de lo que pudieron ser los móviles de una muerte, un maltrato continuado. De cómo se sintieron las víctimas poco se sabe ya que es difícil hablar de ello porque la agresión se instaura en la intimidad del yo. Pero también por miedo, porque ese tipo de agresión es paralizante. Y en otras ocasiones, porque ya no están con nosotras.
En el análisis feminista la violencia que genera desigualdades y que en muchos casos llega a convertirse en feminicidio no puede analizarse como un hecho aislado producto de excesos que desculpabilizan como serían los del alcohol, las drogas o peor aún el exceso de los celos como expresión del amor posesivo. Es frecuente que todo ello vaya acompañado de una descripción de comportamientos normales del agresor que incluyen declaraciones de la vecindad, compañeros de trabajo que aseguran la normalidad del personaje. Frases como «era una persona amable que saludaba siempre» en el portal, ascensor, escaleras, son frecuentes. Y con ello, el asombro compartido de los que alguna vez se cruzaron. Todavía no me queda claro si con ello se quiere poner de manifiesto el horror de lo acaecido por inexplicable o la capacidad de transformación del agresor de vecino amable en asesino lo que por otro lado contribuye a aumentar la sensación de indefensión porque cualquiera puede convertirse en posible agresor. Tampoco se si se utilizan estas referencias al comportamiento normal para disminuir la culpabilidad o como un atenuante para la enajenación con la que se pudiera aminorar la culpa.
También en la reflexión sobre la violencia de género es importante tener una visión amplia y dinámica acerca de la importancia de la socialización temprana para ver cómo se inicia a la niña, al niño en su identidad y en el conocimiento y respeto de las identidades ajenas. Los modelos de las personas adultas influyen en ello. El antagonismo hacia el otro, la otra, van elaborando las referencias así como el valor que se atribuye a los comportamientos, tareas, formas de relación, de ocio de cada persona. La manera en las que iniciamos en los comportamientos de igualdad, de fluidez entre las tareas asignadas a los adultos en la casa. La manera de cómo se distribuye el espacio en la casa: frente al televisor, en la mesa, en las habitaciones o la valoración de las tareas realizadas por la madre frente a las que realiza el padre. Me parece difícil que la niña, el niño se eduquen en compartir tareas si ven que los mayores no lo hacen. La educación en la equidad tiene que ver con las consideraciones básicas del reconocimiento del valor de las personas por lo que son de manera que los roles no estén ya mediatizados por ser niño o niña porque ello se traducirá en la diferenciación en la adolescencia, en la juventud, en la edad adulta y en la vejez. Esto a su vez se ve reforzado por los «mandatos de género». Se entiende por estos últimos aquellas asignaciones diferenciadas en las que está presente el peso de la tradición de la cultura, de los valores y creencias. Los hay que abarcan desde el campo de la sexualidad hasta los atributos con que se definen a las mujeres y o a los hombres. Las maneras mediante las cuales diferencias entre niños y niñas marcan ya desigualdades. Con frecuencia los niños tienen una mayor libertad para ocupar más espacios, para transitarlos y se otorga un mayor protagonismo a actividades, cualidades consideradas masculinas.
Las dificultades que existen en la actualidad para que las mujeres puedan compatibilizar de manera armónica lo que es su vida personal, su vida laboral y su vida familiar también contribuyen a las diferencias que generan desigualdades entre las mujeres y los hombres.
Frente al análisis de las situaciones que inciden en desigualdades que desembocan en la violencia de género cabe también hablar de nuevas socializaciones. Abarcarían nuevos aprendizajes para superar comportamientos excluyentes hacia las mujeres. Incluirían la reflexión sobre las prácticas culturales que estereotipan comportamientos de manera que la superación de los estereotipos se vea como una expresión de libertad más que de salida de la norma. Resaltaría la repulsa hacia el cultivo del dominio masculino sobre la mujer como una forma de progreso ya que propiciaría comportamientos más fluidos e igualitarios.
Es evidente que los cambios suponen pérdida de beneficios para muchos varones mientras que suponen oportunidades que repercuten favorablemente en las vidas de las mujeres. Y finalmente pensar que cuanto más igualitaria sea una sociedad más se beneficiará de aportaciones provenientes de las mujeres que de lo contrario se habrían perdido. En resumen: la sociedad no solamente no pierde sino que se enriquece.
Deseo profundamente que este sea el último artículo que tenga que escribir sobre el tema. Hoy lo llevo a cabo como una expresión pública de acompañamiento a la familia de Nagore Laffage. Estoy segura que mucha gente coincidimos en la repulsa al hecho y en la cercanía a su dolor. Considero que la violencia sexista cualquiera que sea es una lacra que corroe a la sociedad. El feminicidio es la expresión más extrema de la negación de la mujer. Y es por ello que requiere de un esfuerzo de toda la sociedad el cuestionar la desigualdad y socializarnos en la equidad real entre mujeres y hombres.
23 de agosto de 2008
Fuente: Mujeresnortesur
* Catedrática emérita de Antropología Social.
1 comentario:
La muerte de una mujer a manos de un hombre es el más vil acto de cobardía, y es, desde el punto de vista de ellos, los feminicidas, un acto de poder, el único poder que ellos pueden ejercer sobre una mujer, el poder de la violencia.
El derecho de propiedad del que se creen poseedores los hombres sobre las mujeres es lo que los hace pensar que si pensamos o sentimos diferentes a como ellos lo desean, si dejamos de amarlos para amar a otro, o para amarnos a nosotras mismas, les hace creer que pueden disponer de nuestra vida.
Los hombres más tranquilos, esos que no matan una mosca, esos buenos vecinos, pueden ser potenciales feminicidas. Muchas de nosotras, en nuestra ingenuidad, a veces no sabemos que estamos durmiendo con nuestro verdugo.
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