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miércoles, 22 de julio de 2020

El péndulo (cuento)



Autora: Patricia Báez Martínez



No puedo despertar por completo, este cuerpo, generalmente ágil, no responde a la orden de “muévete”. Los ojos me duelen; la boca del estómago (como si ese órgano fuera otro cuerpo que deglutiera independiente de mí, de mi boca) también la siento irritada. El hedor a alcohol combinado con sudor transforma en repugnante la cama y la mole de mi cuerpo inmóvil sobre ella. Debo despertar, asearme y presentarme al trabajo aunque sea tarde, si no lo hago perderé el empleo. No es un gran empleo, pero es el que tengo. Entreabro los ojos, y aunque el sol me molesta, trato de asirme a él. Desde la cama, alcanzo a ver mi ropa tirada por toda la habitación, es como si llegara ahora mismo a la escenificación de la obra de mi vida y me sorprendiera cada detalle de ella, como si cada uno fuera nuevo para mí y no fiel acompañante de la noche previa. No sé cómo ni cuándo me quité el saco y lo puse sobre la silla ni si me quité los zapatos sentado en la silla o en la cama. El pantalón no lo veo. Ah, lo tengo puesto, no llegué a quitármelo.

La última vez que llegué borracho a la oficina el jefe me dijo que si volvía a achicharrarme así, que mejor no volviera al trabajo y me diera por cancelado. Aunque es una buena forma de obtener mis prestaciones y cambiar de trabajo, no estoy en edad de ser deseado por otras aseguradoras: Tengo que tratar de mantener mi trabajo. Un pequeño impulso y me siento sobre la cama. Mientras, la cabeza hace lo suyo: duele. El sol es ahora un poco más fuerte, quizá han transcurrido unos diez minutos desde que empecé a despertar. ¿Qué hora será? Deben ser como las nueve. Si me animo, quizá llegue a las 11:00 a la oficina. ¿Qué excusa inventaré hoy? Que a mamá le subió la presión otra vez. No, es muy repetitivo. No tengo un hijo pequeño conmigo, de esos que a cada momento se enferman, para decir que tuve que llevarlo al médico de emergencia antes de llegar a la oficina. Ella se fue y se los llevó. Ya se me ocurrirá alguna excusa mientras me afeito o manejo.

El reloj está sobre la mesa de noche, lo tomo entre mis manos y trato de adivinar la hora en medio de la persistente presbicia. Las 9 y 23 de la mañana. Debo darme prisa. Mi imagen proyectada en el espejo es la de otro hombre, muy diferente a mí. Muy diferente al hijo de doña Francia y don Joselo, al joven recién graduado de la foto que cuelga en la sala, al feliz recién casado de la foto que me mira y cuestiona desde la mesita de noche. Tengo que hacer un buen esfuerzo por verme presentable, afeitarme, peinarme, disimular las ojeras, este aspecto de echadía que se la ha pasado tirando asada bajo los inclementes rayos del sol. El agua fría de la ducha intenta borrarlo todo pero no puede; no es cierto que el agua lo limpia todo, como quieren decir algunos. Después de salir de la bañera me sigo sintiendo sucio: ¿Por qué no puedo parar de tomar antes de emborracharme? ¿Por qué tengo que llegar hasta este punto de mi vida en el que todos me abandonan por abominable?

Cubro mi cuerpo con ropa limpia y bien planchada. Me veo perfecto, impecable, pero mi rostro describe la sinuosa ruta de una noche larga de tragos. Mucho perfume, gelatina y enjuague bucal para espantar los malos espíritus del whisky. Ya estoy listo. Recojo el reloj, el celular y las llaves de la casa y del carro. Me dispongo a salir para la oficina. Me sigue doliendo el estómago, pero no tengo tiempo para detenerme a desayunar, tengo que ir directo. ¿Qué le diré al jefe? La pregunta me taladra. Pensándolo bien, una excusa sobre otra excusa, sobre otra excusa, sobre otra excusa… forman una pirámide de inventos en la que el último, su cúspide, no tiene ninguna importancia. Al final, el jefe sabrá que es una excusa más.

Por lo menos a esta hora no hay tapones en las avenidas, el carro fluye igual que mis pensamientos. Me imagino ya en la oficina, llego y el jefe no está, y mi enésima tardanza pasa desapercibida. El mundo es un caos perfecto, esa es la real materia del mundo: El caos ordenado. Yo me embriago, duermo hasta las 9:30 de la mañana, despierto, me preparo y ahora voy al trabajo conduciendo sin stress. De no haberme emborrachado, me habría levantado temprano, hubiese tomado el tapón de las 8:00 de la mañana para llegar a la oficina: quemo gasolina de más y me estreso, solo para complacer a un tipo al que, aunque tiene apellido, le decimos “El jefe” por default, porque sí, porque es parte de nuestro ADN mitocondrial.

Llego a la oficina, estaciono y entro. No puedo evitar sentir miedo, lo siento en la boca, en el estómago y en las tripas: me dan deseos de ir al baño. Sudo con el cuerpo estando frío. Quizá no sea el miedo, tal vez sea el efecto del alcohol, ese maldito cobarde que al día siguiente te empieza a dar puñaladas traperas. El jefe me ve, pero se hace el que me ignora. Saludo y sigo a mi cubículo. Me siento e inspecciono todo, para ubicarme de hasta qué punto llevé el trabajo ayer y dónde debo continuar. Los compañeros me miran, pero tratan también de ignorar la situación, mi tardanza consuetudinaria. Me instalo y comienzo a trabajar. Todo fluye como una caja de bola aceitada, pero el jefe pasa, va hablando con Pablito y se detiene ante mi cubículo y pregunta:

-¿Qué pasó hoy, Fabio?-
-Tenía jaqueca, por eso no pude llegar temprano-
-Es evidente sí que no llegaste temprano. Lo que no es evidente es la causa de la jaqueca-.

Todo parece terminar ahí, pero sé que no, ese hijo de su maldita-mai es como el ron, da puñaladas traperas. En algún momento sentiré su punzada fría en mi espalda, esa que después se transforma en dolor y hemorragia fatal. 

***
Hoy llegué temprano al trabajo, también ayer, anteayer y tras antier. Llevo días sin pegarle la boca a un pico de botella. Trato de no salir, no les tomo las llamadas a los muchachos. Llego del trabajo, me baño y me pongo a leer. Así evito tentaciones. Necesito el trabajo, con ese dinero mantengo a los niños, me mantengo yo y ayudo a mamá ahora que papá ya no está. No puedo darme el lujo de perder el trabajo. Pero no voy a negar que esta es una vida cabrona, que esta maldita sobriedad no es más que otra alienación a un sistema que nos esclaviza y nos prepara mentalmente para ser excelentes obreros, el obrero o no toma alcohol o lo hace muy moderadamente. El dueño de la empresa, no importa; ese se puede beber la fábrica de ron, no ir por un mes a la empresa, e igual la empresa sigue funcionando y dejando beneficios, porque nosotros, los de abajo, la hacemos funcionar, y tenemos prohibido emborracharnos, darnos el placer de distraernos después de una jornada tediosa.

***
Me estoy portando bien, soy un modelo a seguir. Siento que me tratan mejor en el trabajo, con algo de respeto. Magdalena está considerando la posibilidad de que nos reconciliemos. Mamá está feliz porque me he distanciado de los amigos, de esos alcohólicos que solo saben dañar a los demás.  Porque yo estaba bien hasta que volví a encontrarlos y empezamos la juntadera, primero los fines de semana y luego también en la semana. Todo está marchando bien en mi vida, el dinero rinde más, y las cosas se están poniendo en orden, claro, un orden impuesto, no viene de mí, viene de afuera.  Ya no es el caos perfecto; ahora es lo perfecto, pero una perfección desarraigada, sale de la nada. Pero está.

A veces salgo del trabajo y cuando veo un tumulto en un colmadón, siento la necesidad de entrar y pedir algo, aunque sea una cervecita. Y sentarme un rato a ver a las gentes, a las muchachas con sus jeans matemáticos, y a los tipos echando vaina con sus pintas de jevitos Calvin Klein. Pero no debo, todo está caminando bien, las cosas se están enderezando en mi vida y no debo retroceder. Tengo que demostrar que soy un hombre fuerte. Fuerte, sí, fuerte, un hombre fuerte de los que se dejan dominar por las normas.  ¡Qué vaina! Lo único perfecto es el caos, la perfecta armonía de lo diacrónico, de lo desordenado, de lo anárquico, de lo que es por la fuerza de la casualidad y no de la causalidad.  Nada, voy a limpiar la casa, el carro, tengo que tenerlo todo en orden, pronto vuelven Magdalena y los niños.

***
Hoy, cuando salga de la oficina, voy a limpiar el carro, tengo que sacar toda esta basura y ponerlo oloroso. Todo transcurre en calma, normal, como se espera, sin contratiempos. Son las 5:00 p.m. y es hora de salir. Aún tengo un cliente en frente, trato de ser amable, paciente y regalarle una sonrisa a pesar del deseo inmenso que tengo de largarme de este lugar. Estoy nervioso, siento que me tiemblan un poco las manos y la voz. No sé por qué, quizá sea el frío del aire acondicionado. Al fin termino con el cliente y recojo mi escritorio. Me despido de la muchacha que limpia y del guachimán con un hasta mañana. Los demás ya se han ido o no están visibles para mí.

De nuevo el tapón de todos los días en la Churchill con Gustavo Mejía Ricart y en la 27 de Febrero con Privada y en Pintura. Busco en el memory el solo de la flauta árabe de Bashir Abdel Al, y al escuchar las primeras notas inhalo una bocanada de aire que exhalo lentamente con los ojos cerrados: Es el caos perfecto, es la niña vendiendo flores casi tan silvestres como ella misma y el anciano estirando su flaca mano por las ventanillas de los vehículos como una caña de pescar en procura de asir por la boca un pez que debe morir para dar de comer. Me siguen temblando las manos.  ¿Qué será?

Llego a la casa y me pongo en ropa cómoda, sigo escuchando música y me dispongo a limpiar el carro, a sacar basuras que lleva  meses allí, que ya casi era parte del mobiliario del vehículo: cajas de chiclets  y botellitas de agua vacías, facturas del supermercado, alguna que otra semilla de una fruta que para saber cuál era tendría que sembrar la semilla y esperar a que germine, en fin. Entro la mano por debajo del asiento del conductor para sacar más basura, y siento algo duro, frío, cilíndrico. Lo tomo y empiezo a sacarlo, lleva un líquido, lo puedo sentir desplazarse en el cilindro que lo contiene. Ya mi mente presiente lo que es porque lo ha vivido muchas veces. Lo saco y efectivamente: una botella de ron casi enterecita. Un par de tragos mientras limpio el carro no le hacen daño a nadie, y me sirvo. Ya está bueno de música suave, a salseá esta vaina ¡Wepa, qué chulanga! “Uno se cura, yo te juro, amigo mío que uno se cura...”

La noche cae al igual que yo voy cayendo. El mundo no se abstrae de mi (todos me observan), yo, en cambio, me abstraigo del mundo (no los veo). Sigo en tragos y en rumba en “mode alone”, porque el problema es cuando me voy de parranda con esos tígueres del colegio, alcohólicos, degenerados. Si lo hago solo yo me puedo controlar porque no tengo la influencia de ellos, cuando digo “hasta aquí”, es “hasta aquí”, y punto. ¿Yo no soy un hombre? ¡Jú!

Tú ve’ ya yo estoy contentoso, ya yo tengo que ir parando, pero como el verbo se divide en tres sílabas: Pa-ran-do, así mismo lo voy a hacer: A tres caídas, con tres traguitos más a la roca. Que siga la ruuumbaaaaaa, que yo pago, para eso es que trabajo coño, para darme lo que quiero.

***

¡Mierquina! ¿Y qué hora es?

Me lanzo de la cama como un felino en alerta y alcanzo el reloj: 12: 36 p.m. ¡Mierrrrrda! ¿Y ahora? Un suspiro hondo, bien hondo.
Me tiro de nuevo en la cama, encuentro el celular entre las sábanas, busco con cierta dificultad añera  en los contactos hasta que al fin lo encuentro:

-¿Alo?-
-Colmado Juancito. Para servirle-.
-Pana, un litro de Brugal blanco y un jugo de naranja al edificio Acuario, apartamento 202. Devuelta para 1,000.00-.


Mayo de 2018
Baní, prov. Peravia
República Dominicana

viernes, 29 de junio de 2018

En los cuentos de Patricia mandan las mujeres

Por Virtudes Álvarez

                         Las cosas se parecen a su dueño, decía con frecuencia Leonor Valera Guillen, mi madre. Burbujas en el tiempo, el libro que Patricia Báez entrega hoy a la ciudad de Santo Domingo,  se parece a ella.

                         ¡Y qué bueno! Me alegra mucho porque en estos tiempos de “vida liquida” la autora nos haga una entrega literaria  en la que reafirma  la esencia de su ser. Se respira su identidad y sentido de pertenencia a una realidad geográfica y social.    No haré un análisis literario de Burbujas en el tiempo, porque sería un irrespeto a quienes saben del tema. Además, dicen que es  peligroso entrar en terreno desconocido!

                         Gracias amiga por el privilegio de comentar tu nuevo parto. Tus cuentos están escritos para ser leídos de un tirón. Fue mi caso. Me sentía como pez en el agua, porque es un libro muy emocional, al tiempo que desafiante.

                         Desde el inicio la autora nos invita a romper el miedo; a atrevernos a ir por lo nuevo; por lo leído y no vivido.      Este primer libro de cuentos de  Patricia Báez es casi un manifiesto a la rebeldía y la acción por un mundo mejor.

                         Si fuera docente de cualquier asignatura de ciencias sociales, Burbujas en el tiempo sería un texto de referencia ya que facilita el análisis sobre la realidad social desde el genero Cuento, el abordaje de la migración, el feminicidio, las dimensiones biológica y social de la maternidad y la paternidad, el androcentrismo, la mortalidad materna, la prostitución, el adulterio, los encantos del barrio y la cotidianidad de los colmadones incluyendo sus insoportables ruidos, los conflictos intergeneracionales, entre otros.    

                         Querida Patricia, es imposible permanecer indiferente ante tu estilo, porque tus cuentos saben a pueblo. En ellos, es imperceptible la linea que separa la ficción de la realidad que denuncias, los derechos que reivindicas,  y por supuesto, el protagonismo de tus personajes mujeres.
Y es que en estos cuentos, mandan las mujeres!
                         En cada historia contada queda  claro el espíritu de independencia y  criterios propios de sus personajes mujeres.  Por ejemplo, la decisión de  Vianela (P. 25), cuando rompe las relaciones conyugales con Tomas y le dice en un papelito:
                         Me voi pa Venesuela, me cansé de pasá trabajo aquí. Lla no te quiero y tu te merece una mujer que te quiera. Igual firmeza demostró Adelayda cuando por maltrato, abandonó a Narciso Mateo.
                         Salvo honrosas excepciones las mujeres -siempre- somos las acompañantes en emergencias de salud con familiares y en el vecindario.  La solidaridad clásica como construcción cultural en las mujeres,  Patricia la recoge en  Titina  ( P. 19) que acompaña a Fe, su hermana al llegar la hora del malogrado parto.
                                                                                                                                             Patricia Báez, mujer de armas a tomar, lleva a la literatura sus convicciones feministas elevando las mismas hasta los conflictos intergeneracionales entre Erika y su madre ( P. 55) por la decisión de la primera de asumir la maternidad libre y como derecho; o  el papel de Daniel: el vacilante, orgulloso, cobarde e incapaz de demostrar amor...el mismo  que llega tarde a intentar recuperar el amor de Adríana Dávalo, mujer con pensamiento claro y autonomía de juicios, que había dispuesto ya punto final a todo. Incluyendo a su vida(P. 47).

                         La condena al matrimonio infantil tiene su espacio en Burbujas del tiempo. Lo representa Tina  (la niña – esposa- madre) que parió a los 13 años- pero que se le plantó a  Juan Manuel su marido cuando éste dijo que hijo recién nacido el 31 de  mayo del 1961 se llamaría Rafael Leonidas.  
                  Pues mire que no, porque yo no me acosté con El Jefe, fue con usted.
Replicó categóricamente aquella madre-esposa-niña, que solo alcanzaba los 13 años de vida.
                         En una circunstancias sociales como la dominicana en la que el mercado banaliza todo y en muchas y muchos amantes de las letras falta compromiso para el cambio social,  Patricia logra que sus cuentos sean un refrente crítico a la realidad nacional al tiempo que rescata tradiciones y valores propios de la dominicanidad, como el amor al trabajo, la alegría y hasta las lágrimas de hombres, prohibidas en una cultura patriarcal que niega el derecho a la libre manifestación de las emociones.  

                         Para finalizar, un juicio muy interesado: parecería que la autora escribe un artículo sobre la actualidad política nacional, cuando en el cuento El Muertico,  (P. 31) referido al tren que unía a las provincias La Vega y Sánchez, sobre el presidente Lilis dice que el pueblo no juzga a sus gobernantes por lo que les da, sino por lo que les deja de dar.

Muchas gracias.
Santo Domingo, D. N. República Dominicana. 28 de junio, 2018.                                                               

sábado, 23 de junio de 2018

Prólogo de 'Burbujas en el tiempo'



Este libro  contiene  un paseo por la geografía emocional de la República Dominicana. Su autora, Patricia Báez Martínez, recurre a sus vínculos entrañables con las localidades  donde ha vivido para referir  hechos  capturados durante su infancia y primera juventud y que se agitaban en su conciencia buscando una salida. Cuenta sus historias como ficción,  pero dice que han partido de hechos reales.

Ha querido ser sincera, más trasparente  de lo que se le puede requerir a un cuentista. Al autor de cuentos nada  lo obliga a  revelar la veracidad de sus  historias, nada le impide atrapar  lo que ocurre a su alrededor para referirlo  como ficción y transformarlo en obra de arte.   Sobre todo si el hecho narrado entraña rareza, ingrediente básico en la obra literaria.

Siempre habrá que repetir que en el cuento  realidad y ficción se abrazan como entes análogos, de origen común. Ocurre en matemática con la ley de la suma: solo se suman elementos afines u homogéneos. El círculo incluye el dicho del novelista Gustavo Flaubert: “La forma sale del fondo como el calor del fuego”.

Sorprende y agrada que una  escritora de este tiempo narre cuentos  ambientados en el campo sin recurrir a lo que los críticos han llamado  “ruralismo”.

“Juancho del Orbe  era un joven campesino próspero, acostumbrado a esperar los primeros rayos del sol en la enramada que le servía de cocina, atado a su jarro esmaltado, sorbiendo el retinto café” (pág. 19).

A menudo la temática rural  ha sido menospreciada por escritores contemporáneos, que dan por superada esta tendencia,  como si la vida del campo se hubiese extinguido, como si nada allí ocurriere: ni amores ni dolores  ni ambiciones ni pasiones.

Patricia Báez Martínez narra los hechos y los interpreta  y así deja filtrar reflexiones sobre el devenir social: amores frustrados, relaciones forzosas, injusticias  y desigualdades y la persistente preocupación por la problemática femenina. Se refiere al dolor, el amor, el desamor…la vida humana. “Era un dolor viejo y maceraba hasta no sentirlo, hasta ser una cicatriz reseca e indolora” (pág. 22).

La autora de este libro –qué bueno– da muestra  apreciable de respeto por  nuestro idioma y revela inclinación por  el bien decir,  por el uso de la lengua, no solo para comunicar, sino también para provocar emociones y  halagar el buen  gusto.

Cuando se leen estas historias se percibe el rozamiento de las ruedas del tren de Sánchez mientras se desplazan sobre los rieles. Las referencias a este medio de transporte, que bien funcionó en la primera mitad del siglo veinte, son parte de las obsesiones de Patricia Báez Martínez, y a la vez expresiones de los recuerdos  acumulados durante la niñez de uno de sus personajes. “No había escuela sin tren, pues los casi diez kilómetros de distancia entre la casa y la escuela obligaban a cruzar las vías, ya  sea desiertas o ya con la mole de hierro encima” (pág. 31).

Patricia ha encontrado en el cuento  vía adecuada para  expresar sus  ideas sobre la relación  hombre–mujer o  ideas políticas liberales. Pese a la brevedad del volumen, es recurrente, como eje aglutinador, la relación  hombre–mujer. De ahí derivan los matrimonios o concubinatos  de mujeres con hombres de mayor edad y mentalidad esclavista, vínculos maritales  fundados sobre la desigualdad, pues hay una dependencia económica de la mujer, conminada a convivir con un sujeto a quien no ama. Por eso aparecen también las historias de mujeres que se marchan, que ocultan su equipaje lleno de frustraciones hasta el último instante a escondidas del compañero que funge mejor de verdugo que de marido.

“Y allí, sentado en el comedor, se quedó Narciso Mateo, perplejo: con su casa, sus muebles, su vieja jeepeta en la marquesina, decena de botellas de whisky y cerveza vacías debajo del fregadero y en el patio…” (pág. 67).

 
La autora ha salido airosa del primer desafío como cuentista: disponer de  hechos dignos de ser contados, que merezcan la atención de los otros. Se narran acontecimientos nuevos, nuevos aunque no sean recién ocurridos, sino nuevos para el oído o la vista del receptor.

Las acciones cotidianas tienen un lado de rareza y novedad. Nuestra autora  ha probado saber  encontrar esa faz novedosa de los hechos. Ha encontrado sus tramas y personajes, sobre todo en las pasiones y manías humanas: celos, amor, odio, envidia, miedo, codicia, concupiscencia. Toda inclinación patológica hacia una actividad, por cosas materiales  o por cuestiones ideológicas puede provocar en el individuo acciones  fuera de lo común y por tanto, dignas de ser contadas.

Es lo que ha hecho Patricia Báez Martínez en Burbujas en el tiempo, una valiosa forma de iniciar la carrera literaria. Los invito a leer este libro, una auténtica incursión en la dominicanidad.



Rafael Peralta Romero
Diciembre de 2017

Miembro de Número de la Academia Dominicana de la Lengua


Periodista Patricia Báez Martínez pone a circular libro de cuentos



La obra está disponible en Cuesta Centro del Libro, en Santo Domingo; en la librería Mamey, en la Ciudad Colonial; y en el Centro Cultural Perelló, en el municipio de Baní

Baní, prov. Peravia.- Con la asistencia de un selecto grupo de personalidades de la comunidad banileja, la periodista y politóloga Patricia Báez Martínez puso a circular su primera obra literaria: El libro de cuentos ‘Burbujas en el tiempo’, prologado por el académico y escritor Rafael Peralta Romero, miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua (ADL).

“La escritora ha salido airosa del primer desafío como cuentista: disponer de hechos dignos de ser contados, que merezcan la atención de los otros. Se narran acontecimientos nuevos para el oído y la vista del receptor.

Las acciones cotidianas tienen un lado de rareza y novedad. Nuestra autora ha probado saber encontrar esa faz novedosa de los hechos”, expone Peralta Romero en dos de los párrafos del prólogo.

La actividad se realizó este jueves en la mediateca Héctor Colombino Perelló del Centro Cultural Perelló (CCP) en Escondido,  Baní, con la presencia de la directora de la institución, lic. Julia Castillo Mejía, y con la lectura del prólogo a cargo del encargado de Programas Educativos del centro, Enmanuel Díaz Santiago.

“Estos cuentos, estos relatos de Patricia Báez, me han transportado a esos escenarios que ella describe y me han dado la idea de tomar algunos cuentos para realizar cortos de cine con esas temáticas, que son temáticas que describen nuestra sociedad banileja, y nosotros ya estamos precisamente trabajando en la producción de cortos”, propuso la directora del centro tras la lectura de uno de los cuentos por la autora.

La novel escritora le respondió a Castillo Mejía estar en la disposición de hacer del cuento ‘Señor, déjela pasar’, un corto de cine y colaborar en su producción, dado que narra la vida de un obrero de una fábrica de café del municipio de Baní que fue abandonado por su pareja, al ésta emigrar a Venezuela para trabajar en un bar, regresando una década después para morir en la paz del hogar que la vio nacer y crecer.

A la actividad asistieron las juezas Norma Bautista de Castillo y Josefina Bernabel de Arias, además del dirigente político Guillermo Castillo, su hijo Guillermo Castillo Bautista, y el abogado Efraín Arias Valdez; también la directora provincial de Cultura, Mirtha Pimentel, el cardiólogo y ex candidato a alcalde, Arismendy Valdez; familiares y otros amigos de la escritora.


miércoles, 23 de mayo de 2018

El cuento (III)


Juan Bosch

Hay una acepción del vocablo estilo que lo identifica con el modo, la forma, la manera particular de hacer algo. Según ella, el uso, la práctica o la costumbre en la ejecución de ésta o aquella obra implica un conjunto de reglas que debe ser tomado en cuenta a la hora de realizar esa obra.

¿Se conoce algún estilo, en el sentido de modo o forma, en la tarea de escribir cuentos?
Sí. Pero como cada cuento es un universo en sí mismo, que demanda el don creador en quien lo realiza, hagamos desde este momento una distinción precisa: el escritor de cuentos es un artista; y para el artista –sea cuentista, novelista, poeta, escultor, pintor, músico- las reglas son leyes misteriosas, escritas para él por un senado sagrado que nadie conoce; y esas leyes son ineludibles.

Cada forma, en arte, es producto de una suma de reglas, y en cada conjunto de reglas hay divisiones: las que dan a una obra su carácter como género, y las que rigen la materia con que se realiza. Unas y otras se mezclan para formar el todo de la obra artística, pero las que gobiernan la materia con que esa obra se realiza resultan determinantes en la manera peculiar de expresarse que tiene el artista. En el caso del autor de cuentos, el medio de creación de que se sirve es la lengua, cuyo mecanismo debe conocer a cabalidad.

Del conjunto de reglas hagamos abstracción de las que gobiernan la materia expresiva. Esas son el bagaje primario del artista, y con frecuencia él las domina sin haberlas estudiado a fondo. Especialmente en el caso de la lengua, parece no haber duda de que el escritor nato trae al mundo un conocimiento instintivo de su mecanismo que a menudo resulta sorprendente, aunque tampoco parece haber duda de que este don mejora mucho cuando el conocimiento instintivo se lleva a la conciencia por la vía del estudio.

Hagamos abstracción de las reglas que se refieren a la manera peculiar de expresarse de cada autor. Ellas forman el estilo personal, dan el sello individual, la marca divina que distingue al artista entre la multitud de sus pares.

Quedémonos por ahora con las reglas que confieren carácter a un género dado; en nuestro caso, el cuento. Esas reglas establecen la forma, el modo de producir un cuento.

La forma es importante en todo arte. Desde muy antiguo se sabe que en lo que atañe a la tarea de crearla, la expresión artística se descompone en dos factores fundamentales: tema y forma. En algunas artes la forma tiene más valor que el tema; ese es el caso de la escultura, la pintura y la poesía, sobre todo en los últimos tiempos.

La estrecha relación de todas las artes entre sí, determinada por el carácter que le imprime al artista la actitud del conglomerado social ante los problemas de su tiempo –de su generación-, nos lleva  a tomar nota de que a menudo un cambio en el estilo de ciertos géneros artísticos influye en el estilo de otros. No nos hallamos ahora en el caso de investigar si en realidad se produce esa influencia con intensidad decisiva o si todas las artes cambian de estilo a causa de cambios profundos introducidos en la sensibilidad social por otros factores. Pero debemos admitir que hay influencias. Aunque estamos hablando del cuento, anotemos de paso que la escultura, la pintura y la poesía de hoy se realizan con la vista puesta en la forma más que en el tema. Esto puede parecer una observación estrafalaria, dado que precisamente esas artes han escapado a las leyes de la forma al abandonar sus antiguos modos de expresión. Pero en realidad, lo que abandonaron fue su sujeción al tema para entregarse exclusivamente a la forma. La pintura y la escultura abstractas son sólo materia y forma, y el sueño de sus cultivadores es expulsar el tema en ambos géneros. La poesía actual se inclina a quedar sólo con las palabras y la manera de usarlas, al grado que muchos poemas modernos que emocionan no resistirían un análisis del tema que llevan dentro.

Volveremos sobre este asunto más tarde. Por ahora recordemos que hay un arte en el que tema y forma tienen igual importancia en cualquier época: es la música-. No se concibe música sin tema, lo mismo en el Mozart del siglo XVIII que el Bartok del siglo XX. Por otra parte, el tema musical no podría existir sin la forma que lo expresa. Esta adecuación de tema y forma se explica debido a que la música debe ser interpretada por terceros.

Pero en la novela y en el cuento, que no tienen intérpretes sino espectadores del orden intelectual, el tema es más importante que la forma, y desde luego mucho más importante que el estilo con que el autor se expresa.

Todavía más: en el cuento el tema importa más que en la novela. Pues en su sentido estricto el cuento es el relato de un hecho, uno solo, y ese hecho –que es el tema- tiene que ser importante, debe tener importancia por sí mismo, no por la manera de presentarlo.

Antes dije que “un cuento no puede construirse sobre más de un hecho. El cuentista, como el aviador no levanta vuelo para ir a todas partes y ni siquiera a dos puntos a la vez; e igual que al aviador, se halla forzado a saber con seguridad a donde se dirige antes de poner la mano en las palabras que mueven su máquina”.

La convicción de que el cuento tiene que ceñirse a un hecho, y sólo a uno, es lo que me ha llevado a  definir el género como “el relato de un hecho que tiene indudable importancia”. A fin de evitar que el cuentista novel entendiera por hecho de indudable importancia un suceso poco común, expliqué en esa misma oportunidad que “la importancia del hecho es desde luego relativa; mas debe ser indudable, convincente para la generalidad de los lectores”; y más adelante decía que “importancia no quiere decir aquí novedad, caso insólito, acaecimiento singular. La propensión a escoger argumentos poco frecuentes como temas de cuentos puede conducir a una deformación similar a la que sufren en su estructura muscular los profesionales del atletismo”.

Hasta ahora se ha tenido la brevedad como una de las leyes fundamentales del cuento. Pero la brevedad es una consecuencia natural de la esencia misma del género, no un requisito de la forma. El cuento es breve porque se halla limitado a relatar un hecho y nada más que uno- el cuento puede ser largo, y hasta muy largo, si se mantiene como relato de un solo hecho. No importa que un cuento esté escrito en cuarenta páginas, en sesenta, en ciento diez; siempre conservará sus características si es el relato de un solo acontecimiento, así como no las tendrá si se dedica a relatar más de uno, aunque lo haga en una sola página.

Es probable que el cuento largo se desarrolle en el porvenir como el tipo de obra literaria de más difusión, pues el cuento tiene la posibilidad de llegar al nivel épico sin correr el riesgo de meterse en el terreno de la epopeya, y alcanzar ese nivel con personajes y ambientes cotidianos, fuera de las fronteras de la historia y en prosa monda y lironda, es casi un milagro que confiere al cuento una categoría artística en verdad extraordinaria. (*)

“El arte del cuento consiste en situarse frente a un hecho y dirigirse a él resueltamente, sin darles caracteres de hecho a los sucesos que marcan el camino hacia el hecho…” dije antes. Obsérvese que el novelista sí da caracteres de hecho a los sucesos que marcan el camino hacia el hecho central que sirve de tema a su relato; y es la descripción de esos sucesos -a los que podemos calificar de secundarios- y su entrelazamiento con el suceso principal, lo que hace de la novela un género de dimensiones mayores, de ambiente más variado, personajes más numerosos y tiempo más largo que el cuento.

El tiempo del cuento es corto y concentrado. Esto se debe a que es el tiempo en que acaece un hecho –uno solo, repetimos-, y el uso de este tiempo en función de caldo vital del relato exige del cuentista una capacidad especial para tomar el hecho en su esencia, en las líneas más puras de la acción.

Es ahí en lo que podríamos llamar el poder de expresar la acción sin desvirtuarla con palabras, donde está el secreto de que el cuento pueda elevarse a niveles épicos. Thomas Mann sintió el aliento épico en algunos cuentos de Chejov –y sin duda de otros autores-, pero no dejó constancia de que conociera la causa de ese aliento. La causa está en que la epopeya es el relato de los actos heroicos, y el que los ejecuta –el héroe- es un artista de la acción; así, si mediante la virtud de describir la acción pura, un cuentista lleva a categoría épica el relato de un hecho realizado por hombres y mujeres que no son héroes en el sentido convencional de la palabra, el cuentista tiene el don de crear la atmósfera de la epopeya sin verse obligado a recurrir a los grandes actores del drama histórico y a los episodios en que figuraron.

¿No es esto un privilegio en el mundo del arte? Aunque hayamos dicho que en el cuento el tema importa más que la forma, debemos reconocer que hay una forma –en cuanto manera, uso o práctica de hacer algo- para poder expresar la acción pura, y que sin sujetarse a ella no haya cuento de calidad. La mayor importancia del tema en el género cuento no significa, pues, que la forma pueda ser manejada a capricho por el aspirante a cuentista. Si lo fuera, ¿Cómo podríamos distinguir entre cuento, novela e historia, géneros parecidos pero diferentes?

A pesar de la familiaridad de los géneros, una novela no puede ser escrita con forma de cuento o de historia, ni un cuento con forma de novela o de relato histórico, ni una historia como si fuera novela o cuento.

Para el cuento hay una forma. ¿Cómo se explica, pues, que en los últimos tiempos, en la lengua española –porque no conocemos caso parecido en otros idiomas- se pretenda escribir cuentos que no son cuentos en el orden estricto del vocablo?

Un eminente crítico chileno escribió hace algunos años que “junto al cuento tradicional, el cuento que puede contarse”, con principio, medio y fin, el conocido y clásico, existen otros que flotan, elásticos, vagos, sin contornos definidos ni organización rigurosa. Son interesantísimos y, a veces, de una extremada delicadeza; superan a menudo a sus parientes de antigua prosapia; pero ¿cómo negarlo, cómo discutirlo?. Ocurre que no son cuentos; son otras cosas: divagaciones, relatos, cuadros, escenas, retratos imaginarios, estampas, trozos o momentos de vida; son y pueden ser mil cosas más; pero, insistimos, no son cuentos, no deben llamarse cuentos. Las palabras, los nombres, los títulos, calificaciones y clasificaciones tienen por objeto aclarar y distinguir, no obscurecer o confundir las cosas. Por eso al pan conviene llamarlo pan. Y al cuento cuento?. (**)

Pero sucede que como hemos dicho hace poco, un cambio en el estilo de ciertos géneros artísticos se refleja en el estilo de otros. La pintura, la escultura y la poesía están dirigiéndose desde hace algún tiempo a la síntesis de materia y forma, con abandono del tema; y esta actitud de pintores, escultores y poetas ha influido en la concepción del cuento americano, o el cuento de nuestra lengua ha resultado influido por las mismas causas que han determinado el cambio de estilo en pintura, escultura y poesía.

Por una o por otra razón, en los cuentistas nuevos de América se advierte una marcada inclinación a la idea de que el cuento debe acumular imágenes literarias sin relación con el tema. Se aspira a crear un tipo de cuento –el llamado “cuento abstracto”-, que acaso podrá llegar a ser un género literario, nuevo, producto de nuestro agitado y confuso siglo XX, pero que no es ni será cuento.

Ahora bien, ¿cuál es la forma del cuento?
En apariencia, la forma está implícita en el tipo de cuento que se quiera escribir, los hay que se dirigen a relatar una acción, sin más consecuencias; los hay cuya finalidad es delinear un carácter o destacar el aspecto saliente de una personalidad; otros ponen de manifiesto problemas sociales, políticos, emocionales, colectivos o individuales; otros buscan conmover al lector, sacudiendo su sensibilidad con la presentación de un hecho trágico o dramático; los hay humorísticos, tiernos, de ideas. Y desde luego, en cada caso el cuentista tiene que ir desenvolviendo el tema en forma apropiada a los fines que persigue.

Pero esa forma es la de cada cuento y cada autor; la que cambia y se ajusta no sólo al tipo de cuento que s escribe sino también a la manera  de escribir del cuentista. Diez cuentistas diferentes pueden escribir diez cuentos dramáticos, tiernos, humorísticos, con diez temas distintos y con diez formas de expresión que no se parezcan entre sí; y los diez cuentos pueden ser diez obras maestras.

Hay, sin embargo, una forma sustancial; la profunda, la que el lector corriente no aprecia, a pesar de que a ella y sólo a ella se debe que el cuento que está leyendo le mantenga hechizado y atento al curso de la acción que va desarrollándose en el relato o al destino de los personajes que figuran en él. De manera intuitiva o consciente, esa forma ha sido cultivada con esmero por todos los maestros del cuento.

Esa forma tiene dos leyes ineludibles, iguales para el cuento hablado y para el escrito; que no cambian porque el cuento sea dramático, trágico, humorístico, social, tierno, de ideas, superficial o profundo; que rigen el alma del género lo mismo cuando los personajes son ficticios que cuando son reales, cuando son animales o plantas, agua o aire, seres humanos, aristócratas, artista o peones.
La primera ley es la ley de la fluencia constante.

La acción no puede detenerse jamás; tiene que correr con libertad en el cauce que le haya fijado el cuentista, dirigiéndose sin cesar al fin que persigue el autor; debe correr sin obstáculos y sin meandros, debe moverse al ritmo que imponga el tema –más lento, más vivaz-, pero moverse siempre. La acción puede ser objetiva o subjetiva, externa o interna, física o psicológica; puede incluso ocultar el hecho que sirve de tema si el cuentista desea sorprendernos con un final inesperado. Pero no puede detenerse.

Es en la acción donde está la sustancia del cuento. Un cuento tierno debe ser tierno porque la acción en sí misma tenga cualidad de ternura, no porque las palabras con que se escribe el relato aspiren a expresar ternura; un cuento dramático lo es debido a la categoría dramática del hecho que le da vida, no por el valor literario de las imágenes que lo exponen. Así, pues, la acción por sí misma, y por su única virtualidad, es lo que forma el cuento. Por tanto, la acción debe producirse sin estorbos, sin que el cuentista se entrometa en su discurrir buscando impresionar al lector con palabras ajenas al hecho para convencerlo de que el autor ha captado bien la atmósfera del suceso.

La segunda ley se infiere de lo que acabamos de decir y puede expresarse así: el cuentista debe usar sólo las palabras indispensables para expresar acción.

La palabra puede exponer la acción, pero no puede suplantarla. Miles de frases son incapaces de decir tanto como una acción. En el cuento, la frase justa y necesaria es la que dé paso a la acción, en el estado de mayor pureza que pueda ser compatible con la tarea de expresarla a través de palabras y con la manera peculiar que tenga cada cuentista de usar su propio léxico.

Toda palabra que no sea esencial al fin que se ha propuesto el cuentista resta fuerza a la dinámica del cuento y por tanto lo hiere en el centro mismo de su alma. Puesto que el cuentista debe ceñir su relato al tratamiento de un solo hecho –y de no ser así no está escribiendo un cuento-, no se halla autorizado a desviarse de él con frases que alejen al lector del cauce que sigue la acción.

Podemos comparar el cuento con un hombre que sale de su casa a evacuar una diligencia. Antes de salir ha pensado por dónde irá, qué calles tomará, qué vehículo usará; a quién se dirigirá, qué le dirá. Lleva un propósito conocido. No ha salido a ver qué encuentra, sino que sabe lo que busca.

Ese hombre no se parece al que divaga, pasea; se entretiene mirando flores en un parque, oyendo hablar a dos niños, observando una bella mujer que pasa; entra en un museo para matar el tiempo; se mueve de cuadro en cuadro; admira aquí el estilo impresionista de un pintor y más allá el arte abstracto de otro. 

Entre esos dos hombres, el modelo del cuentista debe ser el primero, el que se ha puesto en acción para alcanzar algo. También el cuento es un tema en acción para llegar a un punto. Y así como los actos del hombre de marras están gobernados por sus necesidades, así la forma del cuento está regida por su naturaleza activa.

En la naturaleza activa del cuento reside su poder de atracción, que alcanza a todos los hombres de todas las razas en todos los tiempos.

Caracas, septiembre de 1958.

(*) Debemos esta aguda observación a Thomas Mann, quien en “Ensayo sobre Chejov”, traducción de Aquilino Duque (en Revista Nacional de Cultura, Caracas, Venezuela, marzo-abril de 1960, pág. 52 y siguientes), dice que Chejov había sido para él “un hombre de la forma pequeña, de la narración breve que no exigía la heroica perseverancia de años y decenios, sino que podía ser liquidada en unos días o unas semanas por cualquier frívolo del Arte. Por todo esto abrigaba yo un cierto menosprecio (por la obra de Chejov), sin acabar de apercibirme de la dimensión interna, de la fuerza genial que logran lo breve y lo sucinto que en su caso admirable concisión encierran toda la plenitud de la vida y se elevan decididamente a un nivel épico…”

(**) Alone (Hernán Díaz Arrieta), “Crónica Literaria”, en “El Mercurio”, Santiago de Chile 21 de agosto de 1955.




El cuento (I)



















Juan Bosch

El cuento es un género antiquísimo, que a través de los siglos ha tenido y mantenido el favor del público. Su influencia en el desarrollo de la sensibilidad general puede ser muy grande, y por tal razón el cuentista debe sentirse responsable de lo que escribe, como si fuera un maestro de emociones o de ideas.

Lo primero que debe aclarar una persona que se inclina a escribir cuentos es la intensidad de su vocación. Nadie que no tenga vocación de cuentista puede llegar a escribir buenos cuentos. Lo segundo se refiere al género. ¿Qué es un cuento? La respuesta ha resultado tan difícil que a menudo ha sido soslayada incluso por críticos excelentes, pero puede afirmarse que un cuento es el relato de un hecho que tiene indudable importancia. La importancia del hecho es desde luego relativa, mas debe ser indudable, convincente para la generalidad de los lectores. Si el suceso que forma el meollo del cuento carece de importancia, lo que se escribe puede ser un cuadro, una escena, una estampa, pero no es un cuento.

“Importancia” no quiere decir aquí novedad, caso insólito, acaecimiento singular. La propensión a escoger argumentos poco frecuentes como tema de cuentos puede conducir a una deformación similar a la que sufren en su estructura muscular los profesionales del atletismo. Un niño que va a la escuela no es materia propicia para un cuento, porque no hay nada importante en su viaje diario a las clases; pero hay sustancia para el cuento si el autobús en que va el niño se vuelca o choca, o si al llegar a la escuela el niño halla que el maestro está enfermo o el edificio escolar se ha quemado la noche anterior.

Aprender a discernir dónde hay un tema para cuento es parte esencial de la técnica. Esa técnica es el oficio peculiar con que se trabaja el esqueleto de toda obra de creación; es la “tekne” de los griegos o, si se quiere, la parte de artesanado imprescindible en el bagaje del artista.

A menos que se trate de un caso excepcional, un buen escritor de cuentos tarda años en dominar la técnica del género, y la técnica se adquiere con la práctica más que con estudios. Pero nunca debe olvidarse que el género tiene una técnica y que ésta debe conocerse a fondo. Cuento quiere decir llevar cuenta de un hecho. La palabra proviene del latín computus, y es inútil el tratar de rehuir el significado esencial que late en el origen de los vocablos. Una persona puede llevar cuenta de algo con números romanos, con números árabes, con signos algebraicos; pero tiene que llevar esa cuenta. No puede olvidar ciertas cantidades o ignorar determinados valores. Llevar cuenta es ir ceñido al hecho que se computa. El que no sabe llevar con palabras la cuenta de un suceso, no es cuentista.

De paso diremos que una vez adquirida la técnica, el cuentista puede escoger su propio camino, ser “hermético” o “figurativo” como se dice ahora, o lo que es lo mismo, subjetivo u objetivo; aplicar su estilo personal, presentar su obra desde su ángulo individual; expresarse como él crea que debe hacerlo. Pero no debe echarse en olvido que el género, reconocido como el más difícil en todos los idiomas, no tolera innovaciones sino de los autores que lo dominan en lo más esencial de su estructura.

El interés que despierta el cuento puede medirse por los juicios que les merece a críticos, cuentistas y aficionados. Se dice a menudo que el cuento es una novela en síntesis y que la novela requiere más aliento en el que la escribe. En realidad los dos géneros son dos cosas distintas; y es más difícil lograr un buen libro de cuentos que una novela buena. Comparar diez páginas de cuento con las doscientas cincuenta de una novela es una ligereza. Una novela de esa dimensión puede escribirse en dos meses; un libro de cuentos, que sea bueno y que tenga doscientas cincuenta páginas, no se logra en tan corto tiempo. La diferencia fundamental entre un género y el otro está en la dirección, la novela es extensa; el cuento es intenso.

El novelista crea caracteres y a menudo sucede que esos caracteres se le rebelan al autor y actúan conforme a sus propias naturalezas de manera que con frecuencia una novela no termina como el novelita lo había planeado, si no como los personajes de la obra lo determinan con sus hechos. En el cuento, la situación es diferente; el cuento tiene que ser obra exclusiva del cuentista. Él es el padre y el dictador de sus criaturas, no puede dejarlas libres ni tolerarles rebeliones. Esa voluntad de predominio del cuentista sobre sus personajes es lo que se traduce en tensión y por tanto en intensidad. La intensidad de un cuento no es producto obligado, como ha dicho alguien, de su corta extensión; es el fruto de la voluntad sostenida con que el cuentista trabaja su obra. Probablemente es ahí donde se halla la causa de que el género sea tan difícil, pues el cuentista necesita ejercer sobre sí mismo una vigilancia constante que no se logra sin disciplina mental y emocional; y eso no es fácil.

Fundamentalmente, el estado de ánimo del cuentista tiene que ser el mismo para recoger su material que para escribir. Seleccionar la materia de un cuento demanda esfuerzo, capacidad de concentración y trabajo de análisis. A menudo parece más atrayente tal tema que tal otro; pero el tema debe ser visto no en su estado primitivo, sino como si estuviera ya elaborado. El cuentista debe ver desde el primer momento su material organizado en tema, como si ya estuviera el cuento escrito, lo cual requiere casi tanta tensión como escribir.

El verdadero cuentista dedica muchas horas de su vida a estudiar la técnica del género, al grado que logre dominarla de la misma forma en que el pintor consciente domina la pincelada: la da, no tiene que premeditarla. Esa técnica no implica, como se piensa con frecuencia, el final sorprendente. Lo fundamental en ella es mantener vivo el interés del lector y por lo tanto sostener sin caídas la tensión, la fuerza interior con que el suceso va reproduciéndose. El final sorprendente no es una condición imprescindible en el buen cuento. Hay grandes cuentistas como Antón Chéjov, que apenas lo usaron. “A la deriva”, de Horacio Quiroga, no lo tiene, y es una pieza magistral. Un final sorprendente impuesto a la fuerza destruye otras buenas condiciones en un cuento. Ahora bien, el cuento debe tener su final natural como debe tener su principio.

No importa que el cuento sea subjetivo u objetivo; que el estilo del autor sea deliberadamente claro u oscuro, directo o indirecto; el cuento debe comenzar interesando al lector. Una vez cogido en ese interés el lector está en manos del cuentista y éste no debe soltarlo más. A partir del principio el cuentista debe ser implacable con el sujeto de su obra; lo conducirá sin piedad hacia el destino que previamente le ha trazado; no le permitirá el menor desvío. Una sola frase, aun siendo de tres palabras, que no esté lógica y entrañablemente justificada en ese destino manchará el cuento y le quitará esplendor y fuerza. Kipling refiere que para él era más importante lo que tachaba que lo que dejaba; Quiroga afirma que un cuento es una flecha disparada hacia un blanco, y ya se sabe que la flecha que se desvía no llega al blanco.

La manera natural de comenzar un cuento fue siempre el “había una vez” o “érase una vez”. Esa corta frase tenía –y tiene aún en la gente del pueblo- un valor de conjuro; ella sola bastaba a despertar el interés de los que rodeaban al relator de cuentos. En su origen, el cuento no empezaba con descripciones  de paisajes, a menos que se tratara de un paisaje descrito con escasas palabras para justificar la presencia o la acción el protagonista; comenzaba por éste, y pintándolo en actividad. Aun hoy, esa manera de comenzar es buena. El cuento debe iniciarse con el protagonista en acción, física o psicológica, pero acción; el principio no debe hallarse a mucha distancia del meollo mismo del cuento, a fin de evitar que el lector se canse.

Saber comenzar un cuento es tan importante como saber terminarlo. El cuentista serio estudia y practica sin descanso la entrada del cuento. Es en la primera frase donde está el hechizo de un buen cuento; ella determina el ritmo y la tensión de la pieza. Un cuento que comienza bien casi siempre termina bien. El autor queda comprometido consigo mismo a mantener el nivel de su creación a la altura en que la inició. Hay una sola manera de empezar un cuento con acierto. Despertando de golpe el interés del lector. El antiguo “había una vez” o “érase una vez” tiene que ser suplido con algo que tenga su mismo valor de conjuro. El cuentista joven debe estudiar con detenimiento la manera en que inician sus cuentos los grandes maestros; debe leer, uno por uno, los primeros párrafos de los mejores cuentos de Maupassant, de Kipling, de Sherwood Anderson, de Quiroga, que fue quizá el más consciente de todos ellos en lo que a la técnica del cuento se refiere.

Comenzar bien un cuento y llevarlo hacia su final sin una digresión, sin una debilidad, sin un desvío: he ahí en pocas palabras el núcleo de la técnica del cuento. Quien sepa hacer eso tiene le oficio de cuentista, conoce la “tekne” del género. El oficio es la parte formal de la tarea, pero quien no domine ese lado formal no llegará a ser buen cuentista. Sólo el que lo domine podrá transformar el cuento, mejorarlo con una nueva modalidad, iluminarlo con el toque de su personalidad creadora.

Ese oficio es necesario para el que cuenta cuentos en un mercado árabe y para el que los escribe en una biblioteca de París. No hay manera de conocerlo sin ejercerlo. Nadie nace sabiéndolo, aunque en ocasiones un cuentista nato puede producir un buen cuento por adivinación de artista. El oficio es obra del trabajo asiduo, de la meditación constante, de la dedicación apasionada. Cuentistas de apreciables cualidades para la narración han perdido su don porque mientras tuvieron dentro de sí temas escribieron sin detenerse a estudiar la técnica del cuento y nunca la dominaron; cuando la veta interior se agotó, les faltó la capacidad para elaborar, con asuntos externos a su experiencia íntima, la delicada arquitectura de un cuento. No adquirieron el oficio a tiempo, y sin el oficio no podían construir.

En sus primeros tiempos el cuentista crea en estado de semiinconsciencia. La acción se le impone; los personajes y sus circunstancias le arrastran; un torrente de palabras luminosas se lanza sobre él. Mientras ese estado de ánimo dura el cuentista tiene que ir aprendiendo la técnica a fin de imponerse a ese mundo hermoso y desordenado que abruma su mundo interior. El conocimiento de la técnica le permitirá señorearse sobre la embriagante pasión como Yavé sobre el caos. Se halla en el momento apropiado para estudiar los principios en que descansa la profesión de cuentista, y debe hacerlo sin pérdida de tiempo. Los principios del género, no importa lo que crean algunos cuentistas noveles, son inalterables; por lo menos, en la medida en que la obra humana lo es.

La búsqueda y la selección del material es una parte importante de la técnica; de la búsqueda y de la selección saldrá el tema. Parece que esas dos palabras –búsqueda y selección- implican lo mismo: buscar es seleccionar. Pero no es así para el cuentista. Él buscará aquello que su alma desea; motivos campesinos o de mar, episodios de hombres del pueblo o de niños, asuntos de amor o de trabajo. Una vez obtenido el material, escogerá el que más se avenga con su concepto general de la vida y con el tipo de cuento que se propone escribir.

Esa parte de la tarea es sagradamente personal; nadie puede intervenir en ella. A menudo la gente se acerca a novelistas y cuentistas para contarles cosas que le han sucedido, “temas para novelas y cuentos”, que no interesan al escritor porque nada le dicen a su sensibilidad. Ahora bien, si nadie debe intervenir en la selección el tema, hay un consejo útil que dar a los cuentistas jóvenes: que estudien el material con minuciosidad y seriedad; que estudien concienzudamente el escenario de su cuento, el personaje y su ambiente, su mundo psicológico y el trabajo con que se gana la vida.

Escribir cuentos es una tarea seria y además hermosa. Arte difícil, tiene el premio en su propia realización. Hay mucho que decir sobre él. Pero lo más importante es esto: El que nace con la vocación de cuentista trae al mundo un don que está en la obligación de poner al servicio de la sociedad. La única manera de cumplir con esa obligación es desenvolviendo sus dotes naturales, y para lograrlo tiene que aprender todo lo relativo a su oficio; qué es un cuento y que debe hacer para escribir buenos cuentos. Si encara su vocación con seriedad, estudiará a conciencia, trabajará, se afanará por dominar el género, que es sin duda muy rebelde, pero dominable. Otros lo han logrado. Él también puede lograrlo.

Caracas, Venezuela, 1958.

Tomado de la presentación de su libro 'Cuentos escritos en el exilio'.