Dada la crisis de institucionalidad general en el país, los gobiernos se ven afectados por la oposición desde la plataforma política que constituye el Congreso Nacional, donde son engavetados o vetados, una buena parte de los proyectos que los primeros consideran de interés nacional. Sin embargo, no es menos cierto que los gobiernos abusan del Poder emanado de sus recursos y funciones para dictar órdenes –a través de la frase: “especial interés”- a los demás poderes del Estado; y en este trajín terminan muy lacerados los reales intereses nacionales y el erario público.
Los últimos ejercicios de gobierno que ha experimentado el país han puesto muy en evidencia esta disyuntiva. En el gobierno del PLD (2004-2008), el Ejecutivo se quejaba del boicot que el PRD mantenía en el Congreso donde gozaba de amplia mayoría. Pues la torta dio la vuelta y ahora el mismo gobierno reelegido (2008-2012) y con mayoría en el Congreso, abusa de su condición de partido fuerte. Los super tucanos hablan solos.
Es evidente que la crisis institucional y de partido o, mejor dicho, la crisis del sistema político dominicano, se expresa en todos los órdenes y este es uno de esos órdenes. Ahora bien, el hecho de que el mal sea sistémico no significa que como sociedad debamos cruzarnos de brazos.
¿A quienes representan los congresistas –senadores y diputados-? ¿A quienes los eligen o al partido al cual están adscritos? La respuesta a esta pregunta podría dar luz a lo antes planteado. Son aprobados proyectos en el Congreso dependiendo de la línea que le baje el partido a sus miembros en ese organismo; el senador o diputado no consulta a sus representados. Lo que evidencia que no es tan relevante el asunto de la representación política en términos de territorialidad.
El Congreso es una institución a la que necesariamente hay que limitarle el sesgo partidista. Y en ese sentido va mi propuesta, en busca de construir otro ideal social de nuestros representantes y especialmente para un organismo encargado de crear y modificar las normas que dan sustento a la sociedad. En ese sentido, la composición del Congreso debe ser una distribución porcentual equitativa entre los partidos mayoritarios y los emergentes o alternativos. El 70% los mayoritarios y 30% los emergentes.
Cada partido propondría ternas distribuidas a nivel nacional de las que sus miembros elegirán a los candidatos que habrían de elegir los electores. Muy bien ¿Pero y qué pasa con el Senado, en donde se elige un representante por provincia, quedarían partidos sin representación en determinadas provincias? Pues bien, propongo la unificación del Senado y la Cámara de Diputados, y los futuros representantes del Congreso se elegirían atendiendo a la cantidad de habitantes de cada jurisdicción política-administrativa.
Esto –a modo de ironía- reduciría el gasto en lobby-corrupción y exigiría unos altos niveles de calidad en las decisiones de ese poder del Estado, así como el monitoreo constante de la sociedad civil organizada y de la población.
Atendiendo a que actualmente tenemos tan solo dos partidos mayoritarios, estaríamos hablando de que cada uno tendría una representación congresual de un 35%, mientras los partidos minoritarios acuñarían el otro 30 porciento. Como ese segundo partido mayoritario generalmente se constituye en oposición tras los procesos eleccionarios, difícilmente el Poder Ejecutivo podría contar con el 70% de los votos para que sea aprobada una moción, salvo los verdaderos casos de interés nacional. Pero no solo ello: si la oposición se convirtiese en un obstáculo para conocer y aprobar un proyecto de interés para la nación, el Ejecutivo aún podría contar con el apoyo de los partidos emergentes, que sería un abanico amplio de ideologías o visiones de Estado de difícil cohesión. Aunque viendo los resultados de las últimas elecciones presidenciales, es claro que este planteamiento no es más que un eufemismo, pues el dinero lo mueve todo.
Pudieran los lectores argumentar que mi propuesta adolece de una magnificación injustificada y perniciosa respecto a los partidos minoritarios, pero no es así o al menos no es la intención.
En virtud que estos partidos no han podido crecer -por las mismas características de un sistema de partido de mayoría, excluyente y exigente en términos económicos- no están representados en el Congreso todos esos ciudadanos que los apoyan o simplemente simpatizan con ellos, y que no asisten a las urnas a darles el voto porque están conscientes de la ley del embudo que funciona en República Dominicana. Darle el 30% de representación, se constituye en una discriminación positiva, pero no solo eso, ese porcentaje pudiera significar el contrapeso necesario para aprobar proyectos a los que se niegue injustificadamente la oposición como también el espaldarazo que a veces necesita ésta para decir “NO” a proyectos perniciosos para la sociedad.
A la larga, esto se constituiría en un ejercicio democrático interesante, pero que indudablemente requeriría un refuerzo constante de la institucionalidad democrática para no sembrar de pringamosa los caminos de salida de nuestros grandes dolores de cabeza.
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